En 1978, la Plataforma de Organizaciones feministas de Madrid se movilizó para pedir la abstención en el referéndum constitucional. “No está claro que ésta sea la Constitución de la concordia y del consenso. Tampoco está claro que sea la Constitución de todos los españoles. Pero lo que sí está claro es que no es la Constitución de las españolas […] iniciaremos a partir de ahora las campañas oportunas para conquistar las reivindicaciones más urgentes que en este momento tiene planteadas la mujer española, tanto si la Constitución lo permite como si no. La Constitución ya está hecha. Ni la hemos hecho nosotras, ni tenemos posibilidad de modificarla”.
El 7 de enero de ese año, Cristina Alberdi denunciaba en El País que el texto constitucional nacía “desfasado y contestado por amplias capas de la sociedad” y que resultaría “inadecuado” mucho antes de lo esperado.
El 8 de marzo de 1978, las mujeres exigieron en las calles un proceso constituyente sensible a sus reivindicaciones, que garantizara, especialmente, sus derechos laborales, sexuales y reproductivos, y que eliminara de una vez por todas el monopolio que la Iglesia y la familia heteropatriarcal ejercían sobre sus vidas.
El principio de no discriminación ante la ley por razón de sexo, que postulaba el artículo 14, se consideraba quebrantado ya por la propia Constitución que, a lo largo de su articulado, contenía una clara discriminación explícita (prioridad del varón en el acceso a la corona) y otras tantas implícitas. Nuestra Constitución solo mencionaba a las mujeres o bien respecto del espacio y los roles de género (artículos 32.1 y 39.2), o bien en una posición que expresaba la inferioridad femenina (artículo 57.1), sin reconocer la existencia de diferentes sujetos constitucionales.
Y, hoy, esa redacción no ha sufrido alteraciones. La Constitución feminista sigue todavía pendiente.
1) Para empezar, una Constitución feminista debería regirse por el principio de paridad democrática en todos los procesos y órganos decisorios. Más allá de la igualdad formal, no hay en el texto constitucional ninguna referencia específica a las acciones afirmativas, a diferencia de lo que ocurre en otros textos constitucionales europeos. Aunque la ley de igualdad vino a paliar parcialmente esta carencia, ni garantiza las llamadas “listas cremallera”, ni ha logrado que se cumpla su mandato en los nombramientos y designaciones de responsabilidad que dependen del poder público.
Y, con todo, no hay que olvidar que esta ley, más que perfectible, fue objeto del recurso de inconstitucionalidad que presentó el Partido Popular, de manera que, si queremos evitar posibles retrocesos en la consolidación de nuestros derechos y estabilizar las trabajosas conquistas de las mujeres, no podemos garantizar la democracia paritaria en el nivel infraconstitucional. Es más, la democracia paritaria tiene que ser una exigencia constitucionalizada que incorpore elementos cualitativos en la evaluación de la paridad; que no asegure solo la presencia equilibrada de hombres y mujeres en los órganos públicos, y una vez superados los consabidos filtros meritocráticos que definen los varones a su imagen y semejanza.
2) El derecho a la educación (artículo 27CE) debería incluir la obligatoriedad de incorporar en el curriculum escolar materias que fomenten la igualdad entre hombres y mujeres y mecanismos de prevención contra las violencias machistas, sin hacer depender este asunto de los diferentes vaivenes electorales. La educación tendría que orientarse a formar identidades masculinas y femeninas que superasen los lastres del patriarcado: la mística de la feminidad en el ámbito privado y los procesos de masculinización en el espacio público.
Si se constitucionalizara un derecho a la educación en la diversidad, de carácter no sexista, no habría motivo alguno para que el Tribunal Constitucional avalara, como avala, la subvención a los centros segregados, y podríamos excluir de la educación obligatoria a una Iglesia que se dice antifeminista, que compara feminismo y nazismo, que es homofóbica y que combate abiertamente la llamada “ideología de género”.
3) Nuestro texto constitucional debería incorporar el derecho a una vida libre de violencias machistas (como sucede en México o Ecuador); violencias con las que no ha logrado acabar ni nuestra estrechísima Ley de Violencia de Género (la más resistida de la historia por el poder judicial), ni las sucesivas reformas del código penal. Y es que, insisto, proteger nuestros derechos en el nivel infraconstuticional es abiertamente insuficiente.
4) Los derechos sexuales y reproductivos deberían contemplarse constitucionalmente. Si la Constitución recogiera, por ejemplo, el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo, podrían evitarse retrocesos como los que representó la fallida ley de Gallardón, en la que se intentó prohibir el aborto para casos de malformación fetal, y se evitarían también recursos de inconstitucionalidad de impacto regresivo, como el que hoy está por resolverse en el Tribunal Constitucional. Como estamos viendo en muchos lugares del mundo, la prohibición del aborto es siempre una amenaza latente que lideran los grupos conservadores.
Además, si queremos una Constitución feminista hemos de asumir que nuestros cuerpos son también la última frontera en la conformación y la deconstrucción de nuestras identidades, de manera que, cuando hablamos de derechos sexuales y reproductivos, hemos de hablar también de interseccionalidad y transfeminismo.
5) Una Constitución feminista debería evitar la inferiorización del locus reproductivo y de cuidados, la marginación de quienes se ocupan del sostenimiento de la vida y de quienes depende, en buena parte, nuestro sistema productivo. Una Constitución feminista tendría que incorporar el derecho al cuidado y el derecho a la conciliación de la vida personal, familiar y laboral como proyección del libre desarrollo de la personalidad.
El feminismo lleva años reivindicando el cuidado como una virtud cívica y un deber público de civilidad, colocando en primer plano las prácticas feministas, la experiencia y el aprendizaje de las mujeres. No apelando, por supuesto, a las relaciones de cuidado generadas en la desigualdad, sino a los cuidados como una palanca de transformación política y social.
Las propuestas planteadas por la economía feminista han sido en este punto muy clarificadoras y en España se debería comenzar por dejar paso a una ley de permisos de paternidad y maternidad iguales, intransferibles y pagados al 100%, que diera a los varones la oportunidad de socializarse en el cuidado, en la idea de que el derecho a ser cuidado conlleva el derecho y el deber de cuidar que a todos y a todas nos interpela. Por supuesto, esta corresponsabilidad parental debería establecerse independientemente de la orientación o la identidad sexual de los progenitores.
Sin embargo, lamentablemente, estamos más lejos de este horizonte de lo que pudiera parecer porque el ideal del “salario familiar”, al que alude el artículo 35.1 de nuestra Constitución, institucionalizó las concepciones androcéntricas de la familia y el trabajo, y naturalizó, así, una férrea jerarquía de género. Y ello, aunque el ideal de la “familia con dos proveedores”, como dice Nancy Fraser, también ha tenido un impacto muy negativo sobre la vida de las mujeres.
6) La misma violencia machista a la que estamos sometidas es la que acaba también con nuestros territorios y con los recursos naturales a los que debemos nuestra subsistencia. El colapso civilizatorio que hoy padecemos, y que se muestra en el cambio climático, el fin de la biodiversidad, la tortura animal, la crisis hídrica y alimentaria, el expolio de nuestros cultivos, entre otras cosas, muestra también los efectos devastadores de esos valores masculinos asociados al crecimiento desenfrenado, el individualismo, el narcisismo y la voracidad competitiva como motor del “bienestar”. Y en todas partes del mundo, las mujeres resisten a diario frente al expolio de los comunes, defendiendo la reproducción de la vida, con todos los nudos materiales e inmateriales de los que depende nuestra misma posibilidad de ser.
Así que, no hay duda de que una Constitución feminista garantizaría el derecho a los consumos vitales básicos de luz, agua y gas, que deberían ser definidos y gestionados como bienes comunes; debería poner en marcha políticas públicas de mayor impacto comunitario, recuperar el control público de los servicios esenciales para garantizar el derecho a la subsistencia (vivienda, agua, energía, sanidad), y limitar, por todos los medios, la concentración de la riqueza y la especulación de los grandes oligopolios.
Pero para poner en marcha todo esto habría que tomarse en serio, en primer lugar, la función social y la utilidad pública de la propiedad privada, que no pueden predicarse jamás de la actividad especulativa, facilitando, además, el desarrollo de los diferentes regímenes de propiedad (pública, privada, social y cooperativa) que nuestra Constitución contempla. Y deberíamos desarrollar también la previsión del artículo 129.2, exigiendo a los poderes públicos la adopción de medidas que faciliten el acceso de los trabajadores y las trabajadoras a la propiedad de los medios de producción, aunque este artículo, al formar parte del Título VII de la Constitución (Economía y Hacienda) carece hoy de garantías específicas.
En segundo lugar, habríamos de superar la situación de debilidad en la que nuestro texto constitucional ha sumido a los derechos sociales con cuya efectividad y judicialización no parece haber compromiso alguno (artículo 53 y actual artículo 135).
Y, en tercer lugar, tendríamos que contemplar, muy especialmente, el derecho al trabajo de mujeres y hombres en igualdad de condiciones, lo que exigiría también revertir las sucesivas reformas laborales que han venido a recortar impunemente los derechos de los trabajadores y trabajadoras, con especial impacto sobre las mujeres, y a interpretar de forma desmedida la libertad empresarial.
En consecuencia, una Constitución feminista ni puede dejar intacto el bloque de derechos sociales y laborales que tenemos vigente, ni puede obviar la necesidad de garantizarlo de manera mucho más segura y eficaz.
7) Para terminar, puede decirse que el horizonte constitucional que estoy planteando pasa por una profundización democrática para cuya consecución sería de gran ayuda que se flexibilizara el procedimiento agravado de reforma constitucional (artículo 168) y que los cotos vedados que aseguran un lugar privilegiado a instituciones tan antidemocráticas y patriarcales como la monarquía y la iglesia católica pudieran someterse a un serio y amplio debate público. En las Universidades españolas, por cierto, acaban de darnos una buena lección sobre este asunto.
En fin, me parece que solo peleando por estas propuestas y por otras que el feminismo lleva peleando años, conseguiremos que la próxima Constitución española sea una Constitución para todos y para todas. Y como “ hemos aprendido que no es a base de paciencia como se consiguen las cosas, sino a base de presiones y movilizaciones colectivas”, de momento, no tengo más que añadir.
El 7 de enero de ese año, Cristina Alberdi denunciaba en El País que el texto constitucional nacía “desfasado y contestado por amplias capas de la sociedad” y que resultaría “inadecuado” mucho antes de lo esperado.
El 8 de marzo de 1978, las mujeres exigieron en las calles un proceso constituyente sensible a sus reivindicaciones, que garantizara, especialmente, sus derechos laborales, sexuales y reproductivos, y que eliminara de una vez por todas el monopolio que la Iglesia y la familia heteropatriarcal ejercían sobre sus vidas.
El principio de no discriminación ante la ley por razón de sexo, que postulaba el artículo 14, se consideraba quebrantado ya por la propia Constitución que, a lo largo de su articulado, contenía una clara discriminación explícita (prioridad del varón en el acceso a la corona) y otras tantas implícitas. Nuestra Constitución solo mencionaba a las mujeres o bien respecto del espacio y los roles de género (artículos 32.1 y 39.2), o bien en una posición que expresaba la inferioridad femenina (artículo 57.1), sin reconocer la existencia de diferentes sujetos constitucionales.
Y, hoy, esa redacción no ha sufrido alteraciones. La Constitución feminista sigue todavía pendiente.
1) Para empezar, una Constitución feminista debería regirse por el principio de paridad democrática en todos los procesos y órganos decisorios. Más allá de la igualdad formal, no hay en el texto constitucional ninguna referencia específica a las acciones afirmativas, a diferencia de lo que ocurre en otros textos constitucionales europeos. Aunque la ley de igualdad vino a paliar parcialmente esta carencia, ni garantiza las llamadas “listas cremallera”, ni ha logrado que se cumpla su mandato en los nombramientos y designaciones de responsabilidad que dependen del poder público.
Y, con todo, no hay que olvidar que esta ley, más que perfectible, fue objeto del recurso de inconstitucionalidad que presentó el Partido Popular, de manera que, si queremos evitar posibles retrocesos en la consolidación de nuestros derechos y estabilizar las trabajosas conquistas de las mujeres, no podemos garantizar la democracia paritaria en el nivel infraconstitucional. Es más, la democracia paritaria tiene que ser una exigencia constitucionalizada que incorpore elementos cualitativos en la evaluación de la paridad; que no asegure solo la presencia equilibrada de hombres y mujeres en los órganos públicos, y una vez superados los consabidos filtros meritocráticos que definen los varones a su imagen y semejanza.
2) El derecho a la educación (artículo 27CE) debería incluir la obligatoriedad de incorporar en el curriculum escolar materias que fomenten la igualdad entre hombres y mujeres y mecanismos de prevención contra las violencias machistas, sin hacer depender este asunto de los diferentes vaivenes electorales. La educación tendría que orientarse a formar identidades masculinas y femeninas que superasen los lastres del patriarcado: la mística de la feminidad en el ámbito privado y los procesos de masculinización en el espacio público.
Si se constitucionalizara un derecho a la educación en la diversidad, de carácter no sexista, no habría motivo alguno para que el Tribunal Constitucional avalara, como avala, la subvención a los centros segregados, y podríamos excluir de la educación obligatoria a una Iglesia que se dice antifeminista, que compara feminismo y nazismo, que es homofóbica y que combate abiertamente la llamada “ideología de género”.
3) Nuestro texto constitucional debería incorporar el derecho a una vida libre de violencias machistas (como sucede en México o Ecuador); violencias con las que no ha logrado acabar ni nuestra estrechísima Ley de Violencia de Género (la más resistida de la historia por el poder judicial), ni las sucesivas reformas del código penal. Y es que, insisto, proteger nuestros derechos en el nivel infraconstuticional es abiertamente insuficiente.
4) Los derechos sexuales y reproductivos deberían contemplarse constitucionalmente. Si la Constitución recogiera, por ejemplo, el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo, podrían evitarse retrocesos como los que representó la fallida ley de Gallardón, en la que se intentó prohibir el aborto para casos de malformación fetal, y se evitarían también recursos de inconstitucionalidad de impacto regresivo, como el que hoy está por resolverse en el Tribunal Constitucional. Como estamos viendo en muchos lugares del mundo, la prohibición del aborto es siempre una amenaza latente que lideran los grupos conservadores.
Además, si queremos una Constitución feminista hemos de asumir que nuestros cuerpos son también la última frontera en la conformación y la deconstrucción de nuestras identidades, de manera que, cuando hablamos de derechos sexuales y reproductivos, hemos de hablar también de interseccionalidad y transfeminismo.
5) Una Constitución feminista debería evitar la inferiorización del locus reproductivo y de cuidados, la marginación de quienes se ocupan del sostenimiento de la vida y de quienes depende, en buena parte, nuestro sistema productivo. Una Constitución feminista tendría que incorporar el derecho al cuidado y el derecho a la conciliación de la vida personal, familiar y laboral como proyección del libre desarrollo de la personalidad.
El feminismo lleva años reivindicando el cuidado como una virtud cívica y un deber público de civilidad, colocando en primer plano las prácticas feministas, la experiencia y el aprendizaje de las mujeres. No apelando, por supuesto, a las relaciones de cuidado generadas en la desigualdad, sino a los cuidados como una palanca de transformación política y social.
Las propuestas planteadas por la economía feminista han sido en este punto muy clarificadoras y en España se debería comenzar por dejar paso a una ley de permisos de paternidad y maternidad iguales, intransferibles y pagados al 100%, que diera a los varones la oportunidad de socializarse en el cuidado, en la idea de que el derecho a ser cuidado conlleva el derecho y el deber de cuidar que a todos y a todas nos interpela. Por supuesto, esta corresponsabilidad parental debería establecerse independientemente de la orientación o la identidad sexual de los progenitores.
Sin embargo, lamentablemente, estamos más lejos de este horizonte de lo que pudiera parecer porque el ideal del “salario familiar”, al que alude el artículo 35.1 de nuestra Constitución, institucionalizó las concepciones androcéntricas de la familia y el trabajo, y naturalizó, así, una férrea jerarquía de género. Y ello, aunque el ideal de la “familia con dos proveedores”, como dice Nancy Fraser, también ha tenido un impacto muy negativo sobre la vida de las mujeres.
6) La misma violencia machista a la que estamos sometidas es la que acaba también con nuestros territorios y con los recursos naturales a los que debemos nuestra subsistencia. El colapso civilizatorio que hoy padecemos, y que se muestra en el cambio climático, el fin de la biodiversidad, la tortura animal, la crisis hídrica y alimentaria, el expolio de nuestros cultivos, entre otras cosas, muestra también los efectos devastadores de esos valores masculinos asociados al crecimiento desenfrenado, el individualismo, el narcisismo y la voracidad competitiva como motor del “bienestar”. Y en todas partes del mundo, las mujeres resisten a diario frente al expolio de los comunes, defendiendo la reproducción de la vida, con todos los nudos materiales e inmateriales de los que depende nuestra misma posibilidad de ser.
Así que, no hay duda de que una Constitución feminista garantizaría el derecho a los consumos vitales básicos de luz, agua y gas, que deberían ser definidos y gestionados como bienes comunes; debería poner en marcha políticas públicas de mayor impacto comunitario, recuperar el control público de los servicios esenciales para garantizar el derecho a la subsistencia (vivienda, agua, energía, sanidad), y limitar, por todos los medios, la concentración de la riqueza y la especulación de los grandes oligopolios.
Pero para poner en marcha todo esto habría que tomarse en serio, en primer lugar, la función social y la utilidad pública de la propiedad privada, que no pueden predicarse jamás de la actividad especulativa, facilitando, además, el desarrollo de los diferentes regímenes de propiedad (pública, privada, social y cooperativa) que nuestra Constitución contempla. Y deberíamos desarrollar también la previsión del artículo 129.2, exigiendo a los poderes públicos la adopción de medidas que faciliten el acceso de los trabajadores y las trabajadoras a la propiedad de los medios de producción, aunque este artículo, al formar parte del Título VII de la Constitución (Economía y Hacienda) carece hoy de garantías específicas.
En segundo lugar, habríamos de superar la situación de debilidad en la que nuestro texto constitucional ha sumido a los derechos sociales con cuya efectividad y judicialización no parece haber compromiso alguno (artículo 53 y actual artículo 135).
Y, en tercer lugar, tendríamos que contemplar, muy especialmente, el derecho al trabajo de mujeres y hombres en igualdad de condiciones, lo que exigiría también revertir las sucesivas reformas laborales que han venido a recortar impunemente los derechos de los trabajadores y trabajadoras, con especial impacto sobre las mujeres, y a interpretar de forma desmedida la libertad empresarial.
En consecuencia, una Constitución feminista ni puede dejar intacto el bloque de derechos sociales y laborales que tenemos vigente, ni puede obviar la necesidad de garantizarlo de manera mucho más segura y eficaz.
7) Para terminar, puede decirse que el horizonte constitucional que estoy planteando pasa por una profundización democrática para cuya consecución sería de gran ayuda que se flexibilizara el procedimiento agravado de reforma constitucional (artículo 168) y que los cotos vedados que aseguran un lugar privilegiado a instituciones tan antidemocráticas y patriarcales como la monarquía y la iglesia católica pudieran someterse a un serio y amplio debate público. En las Universidades españolas, por cierto, acaban de darnos una buena lección sobre este asunto.
En fin, me parece que solo peleando por estas propuestas y por otras que el feminismo lleva peleando años, conseguiremos que la próxima Constitución española sea una Constitución para todos y para todas. Y como “ hemos aprendido que no es a base de paciencia como se consiguen las cosas, sino a base de presiones y movilizaciones colectivas”, de momento, no tengo más que añadir.
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