Recuerdo a mi madre esperando a que mis hermanos se durmieran para levantarme de la cama, ponían Urgencias en la tele y yo quería ser médico. Durante mucho tiempo mantuvimos el secreto, puede ser que mi hermana se esté enterando en este momento. Mi infancia pasó entre las humedades de una casa vieja, las peleas con mis hermanos, las escaleras donde esperaba a mi madre volver de trabajar después de 10 horas y un viejo microscopio que me habían regalado de los restos del hospital San Agustín.
Vengo de una familia de esas que pueden recordarnos al momento actual, yo ya había vivido una crisis y no lo supe hasta no hace tanto tiempo. Recuerdo perfectamente el olor del piso de Cáritas donde íbamos a por ropa cada cierto tiempo o los bajos de la iglesia donde el párroco nos dejaba escoger juguetes. Estoy orgullosa de mi pasado y de mi presente, mucho. Pero yo soñaba con ser médico y creo que mi madre también lo soñaba.
Cuando eres niña, los sueños forman parte de ti, son presente y futuro, son casi realidad, la inocencia hace esas cosas. Recuerdo el olor a lejía de las manos de mi madre, pasó mucho tiempo, supongo, blanqueando azulejos para dar de comer a sus tres hijos.
Mientras, yo aprovechaba cualquier herida de guerra para analizar la sangre debajo de aquel viejo microscopio. En ese momento no sabía que los mecanismos de esta sociedad estaban perfectamente engranados para que a las hijas de las desarrapadas nos costara más llegar a ser médicos. De eso te das cuenta más tarde, cuando vas asumiendo que hay peldaños que son demasiado altos para la altura en la que vives.
Mi madre nunca me lo dijo, es más, creo que ella siempre confió en que algún día el sistema cambiara para que nosotras, las del peldaño más bajo, llegáramos allí donde nos propusiéramos, pero la realidad es otra y eso no siempre es así.
A medida que van pasando los años, de forma casi automática, vas asimilando que aquel puñetero peldaño queda demasiado lejos, aquí no hay ascensores, o al menos para nosotras. Y durante un tiempo, intentas hacer todo lo posible, te pones de puntillas, intentas escalar con una cuerda, incluso lo intentas apoyándote en quien tienes a tu lado, pero no hay manera… ¿o sí? Asumes la posición en la que estás, esto está escrito así, eso de la movilidad social solo se da en algunos casos, casi siempre en la teoría de los volúmenes de los sociólogos, pero no en la realidad, al menos en la mía y así pasan los años.
Siempre me pregunté de quién era la Universidad. Quizás, si conseguía saber de quién era, algún día llegaría a ponerme aquella bata blanca que tantas veces me había vestido, como si de un traje de firma se tratase, mientras jugábamos en el parque del viejo barrio obrero donde pasé los primeros años de mi infancia. Algo más de 20 años después, consigo contestarme a esa pregunta.
La Universidad, esa de la que ahora soy parte, esa con la que algunos y algunas solo pueden soñar, es un poco mía, por haber logrado llegar a ella y empaparme de los sueños que se cumplen, pero esta Universidad también es un poco de mi madre por haber alimentado siempre la esperanza y por creer que este día llegaría, aunque no haya podido verlo. Esta Universidad es de quien la siente, de quien la lucha para bajarla de ese peldaño que sigue permitiendo que para muchas personas esté a una altura inalcanzable. Esta Universidad es patrimonio de miles de gritos en las calles, de miles de madres y padres con las manos blanqueadas de lejía de limpiar los azulejos de los mismos que cada día intentan robarnos los sueños. Esta Universidad es de quien la respira y la siente libre, libre de corruptos y de caciques. Esta Universidad es de quien cree en ella, de quien la sufre, de quien la abraza, de quien la sueña pública, laica y gratuita.
Ahora, con el paso de los años, de los libros entre las manos y con la vista puesta en mis raíces, sé de quién es esta Universidad y por más que intenten arrebatárnosla, cada día somos más hijas de desarrapadas las que buscamos la fórmula para subir el puñetero peldaño que nos roba el futuro con el que soñamos. Nos ayudaremos unos a otros, entrelazaremos manos, todas las que hagan falta, para que poco a poco, cada día seamos más.
No he llegado a ser la doctora que soñaba mientras esperaba a mi madre en aquel peldaño, creo que en algún momento me di cuenta de que eso de la sangre en abundancia no era para mí. Pero mantuve mis sueños en pie, por mí y por todas aquellas que sueñan con llegar. Yo ya no pienso irme, la victoria está aquí, en seguir defendiendo que las puertas de la Universidad estén abiertas para quien las sueñe, para quien la crea, para quien la sienta.
Mi madre no pudo verme entrar por la puerta de la Universidad, pero a ella se lo debo.
Mi homenaje a todas las madres que mantienen vivos los sueños de sus hijas y por todas las que cada día le dan martillazos al puto peldaño para quitarlo de ahí.
Por una Universidad Obrera, por una Universidad Popular, por una Universidad Libre.
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