El temor a que estalle una guerra nuclear existe desde que se fabricó la primera bomba atómica, algo antes de 1945. Aquel año los impactos en Hiroshima y Nagasaki cambiaron para siempre las guerras. Este dantesco correctivo, propinado por Estados Unidos, ha condicionado los posteriores enfrentamientos, creando un vaivén de tensión que en las últimas fechas está alcanzando un nuevo punto álgido. Las pruebas de Pyongyang están amenazando seriamente la seguridad de primeras espadas como Japón o EEUU.
¿Cómo cambiaría el planeta un encontronazo bélico con armas de destrucción masiva?
Estados Unidos y la Unión Soviética en la guerra fría se sumergieron en una carrera armamentística que, además de despertar muchos recelos, promovió numerosos estudios sobre los posibles efectos de un nuevo encontronazo nuclear. Algunos científicos, como el galardonado Carl Sagan, se centraron en las consecuencias medioambientales y climáticas.
Según los trabajos de los años ochenta, un hipotético intercambio de explosiones nucleares entre EEUU y Rusia generaría ingentes masas de polvo que ascenderían a la estratosfera, bloqueando la luz solar hasta el punto de producir un invierno nuclear. En este escenario las temperaturas de la Tierra caerían 20ºC durante varios meses y el 70% de la capa de ozono estratosférica sería destruida, permitiendo que la luz ultravioleta (UV) alcanzara la superficie casi sin impedimento.
El panorama sería demoledor: moriría una parte de la vida marina rompiendo, así, la cadena alimenticia de personas y animales. Además, el frío y el polvo crearían grandes pérdidas en los cultivos acentuando la hambruna y los fallecimientos por inanición.
En 2008 Brian Toon, de la Universidad de Colorado, Alan Robock, de Rutgers, y Rich Tuclo en representación de UCLA, no sólo secundaron la moción de los estudios nombrados, sino que además la consideraron “subestimada”. Estos científicos utilizaron un sofisticado modelo climático basado en las erupciones volcánicas más importantes del pasado.
La publicación estadounidense proyecta efectos similares a los que tuvo la mayor erupción de la historia reciente: la del volcán Tambora en 1815. El estallido desencadenó el “Año Sin Verano” de 1816 en el Hemisferio Norte, que dejó heladas estivales en Nueva Inglaterra y un riguroso invierno en Europa. Las pérdidas en la agricultura fueron terribles, acentuando el hambre y la pobreza. Y eso que el enfriamiento sólo duró alrededor de un año. Según estos investigadores, el descenso de temperaturas provocado por una guerra nuclear dejaría dos o tres años de esta índole consecutivos.
NuclearCambios en (a) precipitación superficial absoluta (mm / día) y (b) relativa (%). Promedios estacionales de 5 años tras la detonación de 100 bombas como la de Hiroshima.
En 2014 cuatro investigadores, también norteamericanos, dieron una vuelta de tuerca más a la investigación. Las conclusiones barajan, igualmente, un cambio climático a escala global pero partiendo de un ejemplo de mucha menor envergadura. No haría falta detonar todas las bombas atómicas del mundo para obtener efectos catastróficos medioambientales. Una confrontación nuclear entre India y Pakistán –con 100 “cabezas” como las de Hiroshima- bastaría para bajar la temperatura de la Tierra 3ºC y reducir en un 9% las precipitaciones globales. Las temperaturas resultantes serían las más frías de los últimos 1000 años.
Además, tal y como ya anunciaba el mismo Sagan, las reacciones químicas en la atmósfera consumirían la capa de ozono que nos protege de la radiación ultravioleta. Según esta investigación, en los cinco años posteriores a la guerra el ozono sería hasta un 25% más delgado en promedio. La disminución de la protección UV produciría más quemaduras y cánceres de piel, reduciría el crecimiento de las plantas y afectaría al desarrollo de cultivos como el maíz. El hambre mataría, según la Asociación Internacional de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear, a cerca de 2 mil millones de personas. La ciencia, como todas las disciplinas del mundo, llevada al extremo crea auténticos monstruos.
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