El cambio climático y sus consecuencias se conocían bien desde el lejano 1979. A principios de los años 80, nadie cuestionaba la ciencia ni la naturaleza de la amenaza que estaba por venir. Y sin embargo, los gobiernos de las principales potencias del planeta, de la mano de la poderosa industria de los combustibles fósiles, decidieron dejar pasar las evidencias y hacer campaña para convencer a la opinión pública de que el consenso científico no era tal, de que la política medioambiental no debía frenar los intereses económicos de las empresas más contaminantes o de que, como poco, había tiempo por delante para reaccionar.
Esa es la tesis que planea en cada una de las páginas de Perdiendo la Tierra, el libro que el escritor estadounidense Nathaniel Rich publicó el pasado verano en una edición especial de The New York Times, y que ahora llega en su versión en castellano de la mano de la editorial Capitán Swing. Un ensayo en el que, tras 18 meses de investigación y más de 100 entrevistas, Rich analiza de manera pormenorizada lo ocurrido en su país durante aquellos años 80 en los que todo pudo cambiar. Una década en la que un puñado de científicos y activistas como Rafe Pomerance trataron, sin éxito, de convencer a la opinión pública de que era el momento de actuar. Ante ellos se desplegó una intensa propaganda que dio como resultado el negacionismo climático y, a la postre, la inacción como política generalizada en el momento de máximo auge del neoliberalismo encarnado por Ronald Reagan, primero, y por George HW Bush después.
Dicha inacción nos ha hecho llegar al momento actual, en el que el mejor escenario posible pasa, tal y como se firmó en el Acuerdo del Clima de París de 2016, por un incremento de solo 2 grados en la temperatura del planeta, lo que en opinión de climatólogos como James Hansen se traduce en “un desastre a largo plazo”: desaparición de los arrecifes de coral, aumento de varios metros del nivel del mar y la evacuación de zonas como el Golfo Pérsico. Si la temperatura ascendiera a 3 grados, el colapso sería a medio plazo: una imparable diáspora en las ciudades costeras, desertificación de vastas áreas de territorio en las que hoy viven millones de personas y una sequía y hambruna generalizadas que traerán consigo movimientos migratorios de consecuencias impredecibles. Ni siquiera los científicos más alarmistas descartan un incremento de 4 o 5 grados, lo que en última instancia podría suponer el final de la civilización.
“Ya no parece racionalmente factible que la humanidad, ante la amenaza de dejar de existir, se vaya a comportar de manera racional”
¿Alarmista? Quizá los datos no generen tanta inquietud como confirmar que, ante escenarios tan catastróficos, la tibieza sigue siendo la tónica general. En palabras del propio Nathaniel Rich, “ya no parece racionalmente factible que la humanidad, ante la amenaza de dejar de existir, se vaya a comportar de manera racional”. Lo ocurrido, apunta en conversación con ‘El Salto’ desde Nueva York, “plantea grandes preguntas sobre nuestra capacidad, como especie, para lidiar con amenazas a largo plazo. Incluso con aquellas que son de naturaleza existencial”.
EL TRIUNFO DEL NEGACIONISMO
Los responsables de aquella abrupta interrupción de cualquier medida política que hubiera contribuido a poner freno al cambio climático tienen nombres y apellidos. Son los de asesores como John Sununu, jefe de gabinete de George HW Bush, o los de empresas como American Petroleum Industry (API) o Exxon.
En el caso del primero, uno de los pioneros del negacionismo climático, se trató del responsable directo de que se frustrara “la firma de un tratado internacional para mitigar las emisiones de carbono” en Noordwijk (Países Bajos) en 1989. En el de los segundos, la operación fue aún más ambiciosa. “La industria del petróleo y del gas dedicó una campaña de varias décadas y millones de dólares a la desinformación, a confundir a la opinión pública y a comprar a los políticos con la esperanza de destruir la perspectiva una política centrada en reducir las emisiones de carbono”, denuncia Rich.
Si uno piensa en la década de los 80, es inevitable que venga a la mente el nombre de Ronald Reagan. Cabría pensar que su liberalismo salvaje también tuvo relación directa con el negacionismo posterior. Y sin embargo, no fue exactamente así. “Aunque la administración Reagan era hostil a cualquier forma de regulación ambiental y tenía lazos estrechos con la industria del petróleo y el gas, el negacionismo tal y como lo conocemos hoy no existía durante su presidencia”, apunta Rich.
Parte de los motivos residen en la publicación del informe gubernamental Changing Climate, encargado por la administración Carter y que vio la luz en 1983. “Aunque concluyó que no había necesidad de medidas urgentes, aquel informe no negó la naturaleza del problema ni cuestionó el consenso científico de que el calentamiento global representaba una amenaza catastrófica para la civilización”, recuerda Rich.
El “esfuerzo concertado para oponerse a la política climática” comenzó con documentos internos de Exxon y API que concluían que la industria no respaldaría políticas que perjudicaran sus ganancias
Las maniobras llegaron más tarde. “El esfuerzo concertado para oponerse a la política climática comenzó con los libros blancos publicados internamente por Exxon y API en 1988 y 1989”. Dos documentos estratégicos que concluyeron que la industria no respaldaría ninguna política que perjudicara sus ganancias. “Desde entonces, las principales potencias de energía de combustibles fósiles volcaron todo su esfuerzo en convertir el negacionismo climático en un principio central del republicanismo dominante”, encarnado por George Bush padre.
Volviendo la vista a la actualidad, ¿es Donald Trump lo peor que le ha podido ocurrir a la lucha contra el cambio climático? “Creo que el mandato de Trump ha sido un auténtico desastre en todos los aspectos relacionados con la política ambiental, pero decir que se ha tratado de “lo peor“ sería una exageración. Lo peor que le ha pasado al medio ambiente mundial es la revolución industrial. Es difícil clasificar los fracasos cuando hemos tenido poco más que fracasos desde 1979. Quizás el ”peor" momento desde entonces fue el fracaso en Noordwijk en noviembre de 1989, en la primera reunión diplomática internacional de alto nivel para negociar un tratado climático global”.
SANGRE NUEVA
Hoy, con el negacionismo que personifica Trump instalado en buena parte de la sociedad estadounidense, Nathaniel Rica reflexiona sobre el papel que están jugando las nuevas generaciones de activistas en el progresivo cambio de tendencia, así como al respecto de un cambio de discurso frente a las voces que, como Pomerance o Hansen, lucharon contra el cambio climático en los 80. “Los jóvenes activistas como Greta Thunberg están poniendo encima de la mesa un nuevo tipo de argumento”, opina.
“Históricamente, el atractivo de la política climática ha sido el siguiente: tenemos la ciencia y sabemos qué hacer: sería una tontería no tomar medidas de inmediato. Se trataba de una apelación a la razón. Los jóvenes activistas actuales reconocen este punto, pero enfatizan un mensaje diferente: cuando se dirigen a generaciones mayores, políticos o líderes económicos mundiales, dicen cosas como: ‘vuestra inacción nos está matando. Nos estáis robando el futuro. Tengo miedo de tener hijos’. Son declaraciones de naturaleza moral. Aseguran que el fracaso para abordar el cambio climático no sólo es ilógico, sino también inmoral, ya que nuestra inacción traiciona los valores que forman la base de la sociedad civil. Es un mensaje más apasionado, más personal, más urgente y, francamente, también más honesto”. Este tipo de mensajes representan, en opinión de Rich, “un cambio profundo en la conversación pública que ya ha comenzado a cambiar la política en torno al tema, al menos en EEUU”.
Además de entre los activistas, Nathaniel Rich también encuentra sustanciales diferencias entre la opinión pública europea y la estadounidense. “En términos generales, los europeos son más conscientes de la importancia de la ciencia y del peligro que supone el cambio climático: se ha desarrollado una comprensión ética más fuerte del problema. Cuando uno viaja a Europa escucha conversaciones sobre lo que conlleva viajar en avión, comer carne o conducir automóviles”.
A ese respecto, Rich apunta: “Es obvio que solo un sentido elevado de responsabilidad personal no resolverá el problema. Pero al mismo tiempo, creo que la opinión pública estadounidense no podrá obligar a nuestros políticos a actuar hasta que comprenda la dimensión de este problema en términos personales”.
“La opinión pública estadounidense no podrá obligar a nuestros políticos a actuar hasta que comprenda la dimensión de este problema en términos personales”
Pese a dicha reticencia, ‘Perdiendo la Tierra’ ha sido un auténtico bombazo en su país. “Creo que existen dos razones que explican el éxito del libro”, cuenta Rich. “La primera es que la historia de lo que sucedió durante ese tiempo conmociona a muchos lectores, ya que gran parte de ella es desconocida o ha sido olvidada. Incluso algunos de los principales activistas climáticos estadounidenses de hoy creen erróneamente que el problema es nuevo, o que el gobierno de EEUU solo ha sabido sobre el cambio climático desde finales de la década de 1980. Hay que recordar que la alarma por el calentamiento global se remonta a la década de 1950”.
La segunda razón de la buena recepción del libro tiene que ver, en opinión de Rich, “con el hecho de que está escrito como una narración dramática. No hay otros ejemplos de narraciones dramáticas, de no ficción y en tercera persona escritas sobre el cambio climático. Así que esta ha sido la primera vez que muchos lectores se han encontrado con el problema como una historia, en lugar de como una noticia, un tema de conversación política o un hallazgo de naturaleza científica. La narración de cuentos es poderosa: una buena historia permite un compromiso más profundo y personal con los grandes problemas”.
Una vez leído Perdiendo la Tierra, aventurar un final feliz para este cuento se torna bastante más complicado que dejarse llevar por su adictiva manera de narrar esta historia tan real.
Esa es la tesis que planea en cada una de las páginas de Perdiendo la Tierra, el libro que el escritor estadounidense Nathaniel Rich publicó el pasado verano en una edición especial de The New York Times, y que ahora llega en su versión en castellano de la mano de la editorial Capitán Swing. Un ensayo en el que, tras 18 meses de investigación y más de 100 entrevistas, Rich analiza de manera pormenorizada lo ocurrido en su país durante aquellos años 80 en los que todo pudo cambiar. Una década en la que un puñado de científicos y activistas como Rafe Pomerance trataron, sin éxito, de convencer a la opinión pública de que era el momento de actuar. Ante ellos se desplegó una intensa propaganda que dio como resultado el negacionismo climático y, a la postre, la inacción como política generalizada en el momento de máximo auge del neoliberalismo encarnado por Ronald Reagan, primero, y por George HW Bush después.
Dicha inacción nos ha hecho llegar al momento actual, en el que el mejor escenario posible pasa, tal y como se firmó en el Acuerdo del Clima de París de 2016, por un incremento de solo 2 grados en la temperatura del planeta, lo que en opinión de climatólogos como James Hansen se traduce en “un desastre a largo plazo”: desaparición de los arrecifes de coral, aumento de varios metros del nivel del mar y la evacuación de zonas como el Golfo Pérsico. Si la temperatura ascendiera a 3 grados, el colapso sería a medio plazo: una imparable diáspora en las ciudades costeras, desertificación de vastas áreas de territorio en las que hoy viven millones de personas y una sequía y hambruna generalizadas que traerán consigo movimientos migratorios de consecuencias impredecibles. Ni siquiera los científicos más alarmistas descartan un incremento de 4 o 5 grados, lo que en última instancia podría suponer el final de la civilización.
“Ya no parece racionalmente factible que la humanidad, ante la amenaza de dejar de existir, se vaya a comportar de manera racional”
¿Alarmista? Quizá los datos no generen tanta inquietud como confirmar que, ante escenarios tan catastróficos, la tibieza sigue siendo la tónica general. En palabras del propio Nathaniel Rich, “ya no parece racionalmente factible que la humanidad, ante la amenaza de dejar de existir, se vaya a comportar de manera racional”. Lo ocurrido, apunta en conversación con ‘El Salto’ desde Nueva York, “plantea grandes preguntas sobre nuestra capacidad, como especie, para lidiar con amenazas a largo plazo. Incluso con aquellas que son de naturaleza existencial”.
EL TRIUNFO DEL NEGACIONISMO
Los responsables de aquella abrupta interrupción de cualquier medida política que hubiera contribuido a poner freno al cambio climático tienen nombres y apellidos. Son los de asesores como John Sununu, jefe de gabinete de George HW Bush, o los de empresas como American Petroleum Industry (API) o Exxon.
En el caso del primero, uno de los pioneros del negacionismo climático, se trató del responsable directo de que se frustrara “la firma de un tratado internacional para mitigar las emisiones de carbono” en Noordwijk (Países Bajos) en 1989. En el de los segundos, la operación fue aún más ambiciosa. “La industria del petróleo y del gas dedicó una campaña de varias décadas y millones de dólares a la desinformación, a confundir a la opinión pública y a comprar a los políticos con la esperanza de destruir la perspectiva una política centrada en reducir las emisiones de carbono”, denuncia Rich.
Si uno piensa en la década de los 80, es inevitable que venga a la mente el nombre de Ronald Reagan. Cabría pensar que su liberalismo salvaje también tuvo relación directa con el negacionismo posterior. Y sin embargo, no fue exactamente así. “Aunque la administración Reagan era hostil a cualquier forma de regulación ambiental y tenía lazos estrechos con la industria del petróleo y el gas, el negacionismo tal y como lo conocemos hoy no existía durante su presidencia”, apunta Rich.
Parte de los motivos residen en la publicación del informe gubernamental Changing Climate, encargado por la administración Carter y que vio la luz en 1983. “Aunque concluyó que no había necesidad de medidas urgentes, aquel informe no negó la naturaleza del problema ni cuestionó el consenso científico de que el calentamiento global representaba una amenaza catastrófica para la civilización”, recuerda Rich.
El “esfuerzo concertado para oponerse a la política climática” comenzó con documentos internos de Exxon y API que concluían que la industria no respaldaría políticas que perjudicaran sus ganancias
Las maniobras llegaron más tarde. “El esfuerzo concertado para oponerse a la política climática comenzó con los libros blancos publicados internamente por Exxon y API en 1988 y 1989”. Dos documentos estratégicos que concluyeron que la industria no respaldaría ninguna política que perjudicara sus ganancias. “Desde entonces, las principales potencias de energía de combustibles fósiles volcaron todo su esfuerzo en convertir el negacionismo climático en un principio central del republicanismo dominante”, encarnado por George Bush padre.
Volviendo la vista a la actualidad, ¿es Donald Trump lo peor que le ha podido ocurrir a la lucha contra el cambio climático? “Creo que el mandato de Trump ha sido un auténtico desastre en todos los aspectos relacionados con la política ambiental, pero decir que se ha tratado de “lo peor“ sería una exageración. Lo peor que le ha pasado al medio ambiente mundial es la revolución industrial. Es difícil clasificar los fracasos cuando hemos tenido poco más que fracasos desde 1979. Quizás el ”peor" momento desde entonces fue el fracaso en Noordwijk en noviembre de 1989, en la primera reunión diplomática internacional de alto nivel para negociar un tratado climático global”.
SANGRE NUEVA
Hoy, con el negacionismo que personifica Trump instalado en buena parte de la sociedad estadounidense, Nathaniel Rica reflexiona sobre el papel que están jugando las nuevas generaciones de activistas en el progresivo cambio de tendencia, así como al respecto de un cambio de discurso frente a las voces que, como Pomerance o Hansen, lucharon contra el cambio climático en los 80. “Los jóvenes activistas como Greta Thunberg están poniendo encima de la mesa un nuevo tipo de argumento”, opina.
“Históricamente, el atractivo de la política climática ha sido el siguiente: tenemos la ciencia y sabemos qué hacer: sería una tontería no tomar medidas de inmediato. Se trataba de una apelación a la razón. Los jóvenes activistas actuales reconocen este punto, pero enfatizan un mensaje diferente: cuando se dirigen a generaciones mayores, políticos o líderes económicos mundiales, dicen cosas como: ‘vuestra inacción nos está matando. Nos estáis robando el futuro. Tengo miedo de tener hijos’. Son declaraciones de naturaleza moral. Aseguran que el fracaso para abordar el cambio climático no sólo es ilógico, sino también inmoral, ya que nuestra inacción traiciona los valores que forman la base de la sociedad civil. Es un mensaje más apasionado, más personal, más urgente y, francamente, también más honesto”. Este tipo de mensajes representan, en opinión de Rich, “un cambio profundo en la conversación pública que ya ha comenzado a cambiar la política en torno al tema, al menos en EEUU”.
Además de entre los activistas, Nathaniel Rich también encuentra sustanciales diferencias entre la opinión pública europea y la estadounidense. “En términos generales, los europeos son más conscientes de la importancia de la ciencia y del peligro que supone el cambio climático: se ha desarrollado una comprensión ética más fuerte del problema. Cuando uno viaja a Europa escucha conversaciones sobre lo que conlleva viajar en avión, comer carne o conducir automóviles”.
A ese respecto, Rich apunta: “Es obvio que solo un sentido elevado de responsabilidad personal no resolverá el problema. Pero al mismo tiempo, creo que la opinión pública estadounidense no podrá obligar a nuestros políticos a actuar hasta que comprenda la dimensión de este problema en términos personales”.
“La opinión pública estadounidense no podrá obligar a nuestros políticos a actuar hasta que comprenda la dimensión de este problema en términos personales”
Pese a dicha reticencia, ‘Perdiendo la Tierra’ ha sido un auténtico bombazo en su país. “Creo que existen dos razones que explican el éxito del libro”, cuenta Rich. “La primera es que la historia de lo que sucedió durante ese tiempo conmociona a muchos lectores, ya que gran parte de ella es desconocida o ha sido olvidada. Incluso algunos de los principales activistas climáticos estadounidenses de hoy creen erróneamente que el problema es nuevo, o que el gobierno de EEUU solo ha sabido sobre el cambio climático desde finales de la década de 1980. Hay que recordar que la alarma por el calentamiento global se remonta a la década de 1950”.
La segunda razón de la buena recepción del libro tiene que ver, en opinión de Rich, “con el hecho de que está escrito como una narración dramática. No hay otros ejemplos de narraciones dramáticas, de no ficción y en tercera persona escritas sobre el cambio climático. Así que esta ha sido la primera vez que muchos lectores se han encontrado con el problema como una historia, en lugar de como una noticia, un tema de conversación política o un hallazgo de naturaleza científica. La narración de cuentos es poderosa: una buena historia permite un compromiso más profundo y personal con los grandes problemas”.
Una vez leído Perdiendo la Tierra, aventurar un final feliz para este cuento se torna bastante más complicado que dejarse llevar por su adictiva manera de narrar esta historia tan real.
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