William Deresiewicz fomentó un debate muy interesante en Estados Unidos cuando publicó Excellent Sheeps, un libro en el que reflexionaba sobre la educación de élite contemporánea. En su investigación, para la que entrevistó a numerosos licenciados de los más prestigiosos centros educativos, concluía que el resultado de una formación de tanta calidad era la producción de lo que llamaba borregos excelentes, que lo eran porque “cumplían todos los requisitos para entrar en una facultad de la élite, pero se trataba de una excelencia muy limitada. Son chicos que harán todo aquello que les mandes sin saber muy bien por qué lo hacen. Sólo saben que volverán a pasar por el aro”. No se trata de un concepto inventado por el escritor, sino la descripción que uno de los universitarios entrevistados hacía de sí mismo.
Irónicamente, apunta Deresiewicz, hablamos justo de aquellas personas cuyas posibilidades son mayores que las del resto, que cuentan con buenas opciones para sacar mejor partido de la educación que reciben y que, por lo tanto, estarían en mejores condiciones de elegir el futuro que quieren.
Sin embargo, lo que su paso por los centros de élite consigue es eliminar en ellos todo rastro de pensamiento propio. “El propósito de la universidad es convertir a los adolescentes como adultos. No es necesario ir allí para eso, pero una vez que estás en la facultad, esta es la tarea más importante. Esa es la verdadera educación y no tenemos sustitutivos. La idea de que debemos dedicar los años de la juventud exclusivamente a aprender la materia de una carrera, dejando de lado las demás partes de la vida, es poco menos que una obscenidad. Si eso es lo que te dijeron que tenías que hacer, es que te han robado. Si al final de tus años en la universidad eres la misma persona que cuando ingresaste, con las mismas creencias, valores, deseos y metas, y todo ello sustentado en las mismas razones que ya tenías, es que te has equivocado”.
Innovación cercana a cero
Pero ese es el caso común, lo que, apunta Deresiewicz, suele ser muy útil a quienes les contratan. Como señala el periodista de Newsweek Ezra Klein, cuya afirmación se reproduce en Excellent Sheeps, “Wall Street se dio cuenta de que las facultades están produciendo una gran cantidad de licenciados muy listos y completamente centrados en el empleo, que tienen una gran resistencia mental, una buena ética de trabajo y ni idea de lo que quieren”.
Las universidades de élite ya no producen gente inteligente
La paradoja es llamativa: en un instante en que la creatividad, la innovación y el no seguir las reglas son tomados como requisitos indispensables para construir empresas exitosas, y cuando la conciencia de que vivimos en un mundo en permanente cambio que requiere soluciones diferentes es ya un lugar común, no deja de ser significativo que las mejores universidades del mundo estén produciendo gente educada que dedica su talento a cumplir al pie de la letra y con una sonrisa las tareas que otros les asignan. Y cuando llegan al mundo de la empresa de élite, la cosa no cambia: muchas de ellas practican el learning by doing, que en realidad significa que los jóvenes siguen a uno de los socios de la compañía, se fijan en lo que hace, y lo reproducen tal cual. Su capacidad de análisis, de aportación y de innovación es cercana a cero.
Podríamos pensar que esto sólo ocurre en determinadas zonas de la vida, en esos ámbitos técnicos donde la excelencia reside precisamente en recoger el conocimiento que ya poseemos, y que esa exigencia nos obliga a repetir mucho más que a crear. Deresiewicz ha analizado también,en un artículo, la evolución de un terreno aparentemente opuesto, que estaría más cerca de las necesidades contemporáneas, donde se deja mucho más espacio al talento individual, y en el que seguir las reglas fielmente suele penalizar, como es el artístico.
El autor de Borregos excelentes describe cómo el concepto artista ha tenido contenidos muy diferentes en distintas épocas. Por más que hoy se les siga viendo como genios, en sus orígenes eran artesanos, personas que dedicaban sus horas a seguir las enseñanzas que los maestros divulgaban. La esencia de su trabajo era la copia, y aunque la creatividad era apreciada, se trataba sobre todo de seguir la tradición. Todo esto empezó a cambiar a finales del siglo XVIII y a principios del XIX, el período asociado con el Romanticismo, cuando se comenzó a valorar el individualismo, la originalidad, la juventud y la rebelión.
Desde entonces, perduró la imagen del artista como genio solitario, como un ser dotado de características especiales que le ponían en contacto con fuerzas que a los demás no nos era dado ver. Algo que dejó de ser cierto en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuandoel arte se institucionalizó y el artista se convirtió en un profesional. Ya no era gente que dormía en buhardillas parisinas y que malvivía entre los de su condición, sino personas que se educaban en escuelas de arte, recibían becas y subvenciones y eran dueños de un notable saber hacer. Para rentabilizarlo, debían, como los académicos, acumular credenciales, lo cual les acercó mucho más al perfil típico profesional de clase media alta que al del genio hostil separado de la sociedad que teníamos en mente.
La época del emprendimiento
Pero tampoco es este hoy el perfil del artista. Estamos en la época del emprendimiento, a menudo forzado, en la que, afirma Deresiewicz, los profesores se están convirtiendo en adjuntos y los trabajadores en autónomos dependientes o en becarios. Ahora debemos ser nuestros propios jefes, nuestros propios agentes y nuestros departamentos de márketing, producción y contabilidad: debemos fabricar nuestra propia marca.
Eso es lo que están haciendo también los artistas. La reorganización de la difusión y de la venta que han traído los nuevos tiempos, junto con el abaratamiento de la producción, han provocado enormes cambios. Por una parte, lo producido puede alcanzar cantidades de público insospechadas y venderse a personas de lugares remotos. Al mismo tiempo, la competencia se multiplica, y hay muchísima más gente ofreciendo muchísimas más cosas. Lo esencial está hoy ligado a la visibilidad y la notoriedad, y eso tiene su precio. Según Deresiewicz, las consecuencias se han notado en la práctica, en la forma de la trayectoria profesional, en la naturaleza de la comunidad artística, en las normas con las que se juzga el arte y los términos con que se define.
La nueva definición del éxito
Un conjunto de transformaciones que podrían sintetizarse en dos esenciales. Por una parte, al convertirse la red en el centro de la visibilidad, se hace prioritario situarse bien en el mundo de las apariencias. Los artistas ya no dedican diez mil horas a perfeccionar su técnica, sino muchas horas a hacer diez mil contactos. En segundo lugar, ya no estamos ante personas que dominan una disciplina, sino que se convierten en polivalentes. Ya no se es músico, sino músico, fotógrafo y poeta, o narrador y diseñador o artista multiplataforma. La técnica y la experiencia ya no son lo importante, ahora lo es la versatilidad. Como cualquier otro empresario, el artista busca diversificar sus vías de negocio. Los nuevos paradigmas, concluye Deresiewicz, han cambiado tanto la relación del artista con el medio como la relación con su oficio, sustituyendo la profundidad por la amplitud.
Bien puede decirse que lo que se ha convertido en commodity ya no es el producto cultural, sino su mismo autor. Hacer marca de sí, ser lo más amplio y diversificado posible y conseguir una red de contactos extensa supone un nuevo tipo de trabajo, y quien mejor se maneje en él será no sólo el más exitoso, sino el mejor valorado. Los nuevos tiempos también han cambiado eso, y la consideración que sobre la obra que se tiene de alguien es cada vez más similar al éxito que se tiene y a los ingresos que se generan.
De modo que lo que exigen estos tiempos en los que la creatividad y la innovación es el centro no deja de ser paradójico. Aquellos campos en los que el conocimiento debía jugar un papel importante, y donde la técnica y la experiencia eran el valor principal, han dejado paso, en el campo laboral (tanto el empresarial como el académico) a hacer lo que te dicen y de la forma exacta en que te lo dicen, mientras que en el plano creativo, lo que se pide es que seas lo más popular posible y que sepas venderte. En lo profesional, esa tendencia ha generado pérdida de conocimiento y una realización de las tareas más pobre y unidireccional; en lo creativo, ha llevado a que el innovador no lo sea por sus obras, sino por la manera llamativa en que consigue ser percibido por los demás. Lo curioso es que, si empleamos estos parámetros, el creador más innovador de los últimos años ha sido alguien como el pequeño Nicolás, quien supo formarse una imagen y poner en pie una narrativa y una marca de sí que le resultó muy rentable.
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