La impunidad es una ciénaga espantosa en la que están los pueblos atrapados.
No sólo porque asesinos en serie mueren enterrados en la historia como dulces y piadosos viejecitos.
No sólo porque los fabricantes del hambre y los harapos desfilan arrogantes mientras las calles se llenan de tristeza por todas partes.
No solo porque delincuentes de apellidos ilustres, mandamases sin sangre, y verdugos laureados pudren todo lo que tocan y arrancan nuestro futuro sin temblarles la voz ni el pulso.
No sólo por esto.
La impunidad es el peor de los fusiles con los que se dispara a bocajarro la esperanza.
Porque sabemos que no pagarán por sus crímenes.
Sabemos que la balanza se inclina siempre del mismo lado.
Sabemos que para acabar con ella es necesario un pueblo en pie, no de paz, un pueblo en pie de guerra.
Es necesario que tengan miedo, miedo a los libres, miedo a reventar su sistema purulento, miedo a caminar, a robar, a matar tranquila o bárbaramente.
Miedo a dañar la vida ajena.
La impunidad nos deja sin brújula, sin destino, rendidos.
Y sólo si nos temen, dejará de estar presente.
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