El destino fatal de Chimos, Boomer y Bang Bang llevaba 114 años escrito, desde el instante en que William Wrigley Jr. empezó a fabricar goma de mascar en Chicago. Se instaló en 1891 en una factoría vetusta, con la osadía del emprendedor inmaduro y la pretensión decidida de despedir el siglo con los bolsillos colmados. Vería cumplido su sueño en unas décadas, pues su empresa homónima haría fortuna vendiendo chicles. El producto se había patentado por primera vez en 1869, pero nadie lo había explotado, de verdad, comercialmente. Wrigley identificó un negocio incipiente, donde los potenciales clientes se contaban por millones, y comenzó a fabricar chicles en cantidades industriales. Cuando mascar se convirtió en una moda, sus marcas estaban perfectamente posicionadas. Y así fue como sus Spearmint, sus Doblemint o sus Juicy Fruit acabaron masticados por un público variopinto, desde niños hasta brokers de Wall Street.
En 1911, Estados Unidos se le había quedado pequeño. Wrigley cruzó la frontera y se instaló en Australia. Alimentada por fuertes volúmenes de ventas, la multinacional iría conquistando países e ideando nuevas marcas. En 1944 estrenó Orbit, llamado a convertirse en uno de los chicles más vendidos del mundo. Wrigley lo relanzaría con fuerza en los 70, en su versión sin azúcar, oteando en el horizonte otra moda con pinta de gran negocio: la de la comida sana.
Cuando sus directivos se fijaron en España, a principios de los 80, Wrigley facturaba 3.000 millones, comercializaba sus productos en 150 países y daba empleo directo a 15.000 personas. Era un pez muy grande acostumbrado a comerse a otros más pequeños. En 2004 identificó uno en Barcelona: Joyco, fabricante de algunas de las chuches más populares de la época. En su cartera de marcas estaban Bang Bang, Boomer, Trex o los caramelos Chimos (una copia de los norteamericanos Life Savers).
Wrigley sacó la chequera y pagó 215 millones a su propietario, la catalana Agrolimen. Joyco era pequeña sólo si se la comparaba con el gigante de Chicago. Porque la firma vendía por entonces en 70 países y tres cuartas partes de su facturación (300 millones) procedían del exterior. Antes de convertirse en filial de Wrigley, Joyco era una compañía exitosa, controlada por todo un imperio de la alimentación en España. Agrolimen era -y es- el buque insignia de una estirpe empresarial catalana, los Carulla. En 1937, cuando España se desangraba a tiros, el padre de la saga -Luis Carulla- creó una marca que aún perdura: Gallina Blanca. El negocio de los caldos preparados, creciente en la mísera posguerra, hizo rica a la familia, que siguió expandiendo sus intereses en el sector de la alimentación. Así recalaron los Carulla en el mundo de las chucherías.
Lo hicieron en 1977 a bordo de Joyco, una firma que daría muchas alegrías a la caja del grupo en los 80. Y acabaría componiendo un álbum de recuerdos y sabores imborrables para toda una generación de españoles. Las cuñas de sus chicles y caramelos se colaban en hogares donde aún convivían televisiones en color y en blanco y negro. Y dieron brío a las ventas de Joyco, hasta que sus dueños decidieron soltar lastre y hacer caja desinvirtiendo. Agrolimen se desprendió primero de Arbora & Ausonia. Marcas tan conocidas como Dodot o Tampax acabaron en manos de un gigante mucho mayor, la estadounidense Procter & Gamble. Luego le llegó al turno a Joyco, en una operación millonaria que acabaría costándole la vida.
El 1 de abril de 2004, Wrigley comunicó a la autoridad bursátil de Nueva York la adquisición de la filial de Agrolimen en España. A la multinacional americana le atraían sus marcas, pero, sobre todo, el envidiable posicionamiento internacional de Joyco. La realidad pronto dio la razón a los trabajadores que acogieron con pesar la absorción. Sólo un año después, Wrigley anunció el cierre de la fábrica de Alcarràs, con 220 trabajadores.
En 2008, el último heredero del clan Wregley decidió vender el imperio a un rival más grande aún, la también estadounidense Mars. William Wregley ascendió como un relámpago en la lista de millonarios de Forbes, casi al mismo tiempo que se redactaban las cartas de despido de los últimos 160 empleados de Joyco. Trabajaban en la fábrica de Tarazona, la única superviviente, condenada por el destino a claudicar con un ERE fulminante.
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