9 jul 2020

Lo contrario a vivir: notas sobre el derecho a morir viviendo y el respeto a dejar morir

Respetar la vida conlleva necesariamente el respetar la muerte. No solo la muerte del otro, sino la mía propia. Mi propia muerte. De hecho, nunca la presenciaré, como bien argumentaron los estoicos, aunque sí la experimentaré mientras estoy viva. Lo que tengo es el vivir la muerte, el sentirla, y en ese sentido la muerte forma parte de la vida, pero no solo. Quizá haya más sentidos y sea en ellos en los que quepa indagar cuando hablamos del derecho a morir.

Si lo pienso bien, lo que a mí me duele es la muerte del otro. El difunto como dijera Heidegger. Quizá porque soy un alma melancólica y los melancólicos no saben hacer duelo. Nos cuesta mucho. De esa forma, al no dejar ir del todo al otro, en realidad nos perdemos a nosotros mismos al llenarnos de vacío y de ausencia. Se trata de una forma de aferrarse a la vida para sobrevivir a ella, pero una vida que está inoculada de lo peor de ella misma, que es la pérdida y, precisamente por ello, pervierte el sentido de vivir. Lo trastoca.

Platón decía que la filosofía era una preparación para la muerte no porque el valor lo tenga la muerte, sino por el amor que ha de acompañar a todo vivir. Aprender a morir es lo mismo que aprender a vivir con sentido, es decir, a aceptar lo que la vida es. A ella no se le opone la muerte, pese a lo que podemos pensar: lo contrario a vivir es malvivir. Y lo opuesto a la muerte, mal morir. Del mismo modo, lo contrario a la eutanasia (que significa en griego “bien morir”) no es la defensa de la vida bajo cualquier precio sino el morir mal quitándole su valor al vivir. Se puede morir mal, del mismo modo que muchos no sabemos vivir.

No saber aceptar la pérdida o negar el derecho de otros a morir bien es un síntoma de una vida mal entendida. Porque la vida de facto no es un sustantivo, sino un verbo conjugado que crece en los gerundios hasta que se transforma en participio. Y florece y se marchita. Y así, convertida en un fue, se incluye en el verbo conjugado de aquellos que estamos viviendo en gerundio. Y vuelve a florecer de otro modo. La muerte forma parte constante de ese recorrido que es la vida. No como sombra, no como sentido, sino como la cara en luz –a veces no reconocida– de lo que somos: mortales.

No es un final del camino, sino parte de este. Puedo conjugar la muerte como puedo hacerlo con la vida aunque no acostumbre a emplear los tiempos verbales del morir a no ser que sea en forma de metáfora. Pero siempre llega. El final de la metáfora. No llega porque te encuentre o porque lleguemos al final, sino porque la encontramos: de pronto un día la vemos. En el rostro del otro. En nuestro propio rostro. Y no tenemos nada que decir. Siempre estuvo ahí, como parte consustancial a nuestra propia existencia, bajo la máscara de una vida que, malentendida, la camuflaba. Y se buscan las huellas de lo que dejó su paso y se trazan siluetas en torno a la ausencia y se buscan olores y los lugares se vuelven llenos de nada y, al mismo tiempo, de una nada que lo llena todo.

¿Ven? Esa es la maldición del melancólico. Portar la nada dentro y, por eso, vivir muriendo y con miedo. Miedo a perder. Pero eso, por lo dicho, no es vivir. De ahí la famosa frase de Spinoza: “El hombre libre en nada piensa menos que en la muerte”. Porque el miedo a morir y el miedo a perder es el mismo y no otro que el miedo a vivir y a ganar. Se piensa que nada perdura. Y nos equivocamos. Lo que acaba no es la vida, sino el modo de vivirla: que vivas en el otro y que tu verbo lo conjuguen los otros al nombrarte. Y eso es la ganancia de los verbos conjugados. Vivir sin miedo, aunque duela la pérdida, es vivir libre.

Vivir es aceptar la muerte y entenderla no como parte de la vida sino como vida misma. No morimos desde la muerte sino desde la vida: ella no es un límite impuesto ¿desde dónde nos llegaría? ¿desde fuera del vivir? Tal afuera no existe. Si morimos es porque vivimos hasta que se acaban los tiempos verbales de una intensidad hecha tiempo. Los griegos lo llamaban aion. La intensidad de la vida, la vida como un respirar, como una tensión profunda que se agota desde el vivir mismo. Por eso la muerte es tan digna como digna es la vida.

Y del mismo modo que elijo cómo vivir, elijo de qué modo seguir viviendo cuando queda poco para el participio. Porque hay que saber vivir para saber morir y viceversa. Para quien sostiene que la muerte no puede ser calificada como digna, tampoco la vida es digna. La dignidad de la vida vale tanto como el amor que se tenga por ella. El morir está dentro del vivir. Y vivir no es un genérico: es el estar viviendo de alguien. Amamos a quien vive ahora y a quien vivió entonces y lo conjugamos en nuestro vivir entrelazándolo. Y así lo cuidamos. Cuidamos su recuerdo con mimo.

Y eso, amar, es también lo que hemos de hacer con la muerte. Hay que tener mucho miedo a vivir para no dejar morir. Y que tire mucho hacia dentro la nada y el vacío. Dejar morir y aceptar que el otro tiene derecho a morir viviendo es un gesto de valor a la vida porque incluso el más melancólico de los melancólicos, aquel que no sabe perder y se aferra al recuerdo y se llena de vacío, sabe que si se ama se deja ir al otro como quiere y elija, aunque tú no quieras. Solo por respeto a su vida. Se le deja morir viviendo, es decir, morir con valor, con amor, con respeto, con cuidado.

Bien morir es por ello la última fase de un vivir que se respeta. La muerte suave como la encontramos en la Odisea de Homero. Aunque duela, aunque nos duela a nosotros y no lo entendamos porque no queramos perder, pero sepamos del valor de la vida y tengamos que aprender a sumar las ganancias de lo que, aunque no está como nos gustaría, vive en nosotros. Y que aquel que quiere morir porque el vivir de su cuerpo no garantice su bien vivir, lo haga viviendo bien mientras pueda.

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