de Forges
De manera que en este momento en que muchos experimentamos esa grata emoción del regreso a casa que Ikea aprovecha para recordarnos en su nuevo catálogo que "las pequeñas cosas del hogar son lo importante"…, en este momento, digo, es en el que mejor podemos contextualizar y entender el drama de estas familias. Porque, muy lejos de esas pequeñas cosas, ellas se enfrentan primero con la violencia de la guerra, después con la muerte en el camino y finalmente con el hacinamiento y el desconcierto de no saber a dónde ir. Según el Índice de Paz Global publicado este verano, el mundo está cada vez más dividido y este año se ha dado el nivel más alto de población desplazada por conflictos desde la Segunda Guerra Mundial.
En 1939, ante un barco, el St. Louis, anclado a unas millas de la costa americana con 938 emigrantes que huían de la guerra en Europa, un editorial del Washington Post cuestionaba: “Clearly there should be some place where these victims of twentieth century persecution can find at least a temporary heaven”. Los perseguidos del siglo XXI deberían también cuando menos suscitar nuestra compasión. Esta crisis humanitaria merece un debate ético serio y comprometido por parte de las autoridades europeas, centradas sin embargo ahora en las maneras de blindarse contra el problema como si estuviéramos en la Edad Media y se tratara de hacer más altos los muros del castillo. Cuando se ha abogado por una economía global, no se puede pretender que las cuestiones sociales queden restringidas al ámbito nacional exclusivamente. Si en un lugar se han vendido armas o se han explotado sus recursos naturales, no se puede quedar luego uno al margen de lo que esto provoque.
A las que consiguen llegar, Europa les dice que se vuelvan. Pero… volver, ¿a dónde?
Por desgracia el asunto es en gran medida un reflejo de la sociedad en que vivimos. Nadie se atrevería a justificar que una sentencia judicial en un tribunal pudiera ser comprada (o un aprobado en una universidad). Sin embargo, lo cierto es que son cosas que seguramente se hacen bajo cuerda. Y es que si el único valor es el dinero, el único ideal es el beneficio. En este contexto resulta “normal” que los extranjeros millonarios puedan comprar su permiso de residencia. En Alemania se empieza a expulsar a los emigrantes sin recursos, aunque sean europeos. La libertad de movimiento es para el dinero, no para las personas.
Nadie –o muy poca gente- es xenófobo ante una persona que se aloje en el Ritz, cualquiera que sea su origen. Aporofobia fue el término acuñado por la filósofa Adela Cortina para hacer hincapié en que a pesar de que se habla mucho de xenofobia, el extranjero no molesta cuando tiene dinero. Entonces ¿quiénes son los que molestan?, se pregunta. La respuesta: “Hasta los de la propia familia molestan cuando son pobres”.
La Ruta 66 que va desde Chicago a Los Ángeles no fue sólo una excursión de 'beatniks' cargados de estupefacientes. Antes fue el agónico recorrido de la emigración que plasmó John Steinbeck en Las uvas de la ira. Las fotografías que hoy muestran a cientos de adultos y niños caminando durante kilómetros y kilómetros hasta alcanzar la frontera prometida recuerdan el imaginario de aquella historia adaptada al cine por John Ford.
En física hay un concepto que recibe el nombre de "punto de no retorno". Se trata del borde de un agujero negro, el llamado "horizonte de sucesos" llegado al cual nada puede ya dar marcha atrás. Los que huyen de la pobreza y la violencia en sus países de origen se encuentran ahí, en un punto desde el que ya es imposible el regreso. Celebremos nosotros la suerte que tenemos por estar de vuelta y también porque esa vuelta a casa sea permeable a la realidad externa y no un búnker. Que se aproxime más a una novela de Steinbeck que a un catálogo de sueños de temporada.
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