19 ago 2018

Los bancos maltratan a los mayores

El trasiego de coches por la avenida, saturados de sol, de humos, de ruidos, forma una cortina espesa que oculta lo que está ocurriendo en la acera de enfrente, en el cajero automático del banco en el que se ha comenzado a congregar una cola de ocho o diez personas que resoplan, miran el reloj y se secan el sudor de la frente. Delante de ellos,una anciana acerca la cara al cristal del cajero, ahueca las manos para intentar ver algo, y comienza a teclear, pero no logra que la máquina le obedezca. Otra vez repite la operación pero nada: el cajero la ignora. El bastón se resbala y cae al suelo. La mujer se desespera, agobiada y confusa, sobre todo cuando escucha murmullos de desaprobación a sus espaldas.
Vuelve la cara hacia atrás y comienza a hablar con el joven que espera el primero en la cola. Alguien más se acerca y un individuo, desde atrás, grita sin consideración: “¡Señora, por favor! Todos tenemos prisa, no puede usted bloquear el cajero…” Si en ese preciso instante se pudiera congelar la escena y elevar el plano más allá de la avenida, lo que sorprendería a todos los protagonistas sería verse reflejados en otras tantas colas, miles de colas parecidas, repartidas por toda España en las que una anciana, un anciano, lucha infructuosamente con cajero automático. Porque lo único que refleja ese instante es la lógica descarnada y cruel de los bancos españoles, que han decidido echar a los viejos de sus oficinas. Ninguna consideración, ningún respeto; sencillamente, las personas mayores se han convertido en un estorbo del que hay que deshacerse. Nadie se moviliza ante esas colas, ni protesta más allá de un rebufo por la espera. Y como los bancos lo saben, ejecutan sus planes sin pestañear.
El fin del mundo bancario ya ha llegado para los viejos. Los viejos, sin que nadie diga nada, se han convertido en personas non gratas en las entidades bancarias. Les molestan y quieren echarlos, los están echando de sus oficinas porque entorpecen los planes de modernización. Solo les falta poner un cartel en la puerta. La foto de un ejecutivo joven con traje gris y corbata roja, con el brazo derecho extendido como una lanza que acaba el dedo índice señalando la calle: “Esta oficina no es para viejos”. El ‘spin off digital’ ha borrado de la faz de la tierra el modelo bancario tradicional y ha transformado las antiguas sucursales bancarias en oficinas frías, desangeladas, deshumanizadas, en las que hasta los buenos días los ofrece una voz metalizada que, en la entrada, reparte los números para distribuir a los clientes por las mesas, catalogados previamente como simples productos financieros.
Para justificar lo que está ocurriendo con la transformación del negocio bancario, lo que podemos evitarnos son las obviedades que todos podemos compartir y que no precisan ni siquiera de debate.
Es evidente que, igual que ha ocurrido en otros muchos sectores, el mundo bancario tiene que adaptase a este nuevo modelo de sociedad que solo necesita un móvil para leer un periódico, hacer la compra en el supermercado, reservar las entradas del cine o del teatro, ver un nuevo capítulo de la serie favorita, alquilar un coche y realizar una transferencia para el pago del alquiler de la casa. Eso, claro, además de jugar una partida y contestar a algunas decenas de mensajes.
La banca tradicional solo puede sobrevivir si se convierte plenamente en banca digital; dentro de poco tiempo que un empleado de banco entregue un fajo de billetes a un cliente nos producirá la misma extrañeza que nos provoca ahora la imagen de un contable, detrás de una ventanilla, con visera y con manguitos. No, no hace falta que nadie explique el carácter arrollador, inexorable, de la modernización de las cosas, de la vida, porque nadie ha podido nunca ponerle puertas al progreso. Los bancos avanzaban, como todos los demás, hacia la progresiva actualización de sus estructuras hasta que la crisis les ha dado un empujón definitivo. Se trataba de adaptarse o morir y, como siempre, eso significa una importante reducción de los costes, con el cierre de miles de oficinas en toda España, reducciones de personal, y transformación completa del negocio tradicional a través de una gran inversión en esta revolución tecnológica.
Pero, ¿y qué pasa con las personas mayores? La humanidad no puede ser ajena a los cambios tecnológicos y eso es lo que está ocurriendo en las oficinas bancarias cuando han decidido cerrar las ventanillas a las personas mayores y obligarlas a entenderse con un cajero automático para sacar el dinero de su pensión, consultar su cartilla de ahorros, o ingresar la mensualidad del alquiler. Si ni siquiera son capaces de manejar un móvil con destreza para llamar por teléfono a sus hijos, cómo se les va a exigir que utilicen la banca online para todas sus operaciones. ¿Que busque la clave de qué? ¿Que utilice la firma electrónica? ¿Que le diga el número secreto de acceso a la web? Una vida entera depositando una nómina en el banco merece más respeto y consideración.
Los créditos para ayudar a los hijos en el primer negocio que montaron, los recibos del agua, de la luz… La soledad y el aislamiento son las enfermedades sociales de los ancianos en esta era de globalización; todo está más cerca ahora, menos las personas, sobre todo las personas mayores, que están más lejos. Un solo anciano, ofuscado, confundido, delante de un cajero es un grito de protesta por un trato injusto: una sola mujer abrumada, abochornada, en medio de la acera, es un clamor contra un trato degradante. Mañana o pasado, o cuando lleguen los días de cobro de la pensión, detente un momento y, por encima del trasiego de la avenida, contempla la puerta de unas de esas oficinas de plasmas y sonrisas plastificadas… Porque alguien tendrá que exigirle a los bancos que incluyan un apéndice de humanidad en sus beneficios milmillonarios, antes que echar a los viejos de las oficinas como están haciendo.

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