Hace unos días se calentó la tarde en las redes sociales a propósito de una pieza emitida en un informativo de La Sexta titulada ‘1992: cuando el machismo era algo normal’. En la versión web lleva un subtítulo, ‘acabo de matar a mi mujer y no sé si he hecho bien’, sacado de un número de Gila en el que interpreta a un hombre cubierto de sangre y con un cuchillo jamonero que confiesa el crimen. La voz en off que acompaña la secuencia de archivo dice, con tono bíblico y condenatorio: “Todos tenemos motivos para avergonzarnos de aquella España machista”. La irritación en Facebook no iba contra Gila ni contra el insensible año 1992, sino contra quienes orientaron el dedo acusador hacia el humorista. Busqué el vídeo y, para mi pesar, tuve que darles la razón.
Hay algo muy miserable en relacionar un chiste de Gila con cualquier crimen. ¿Por qué no acusamos a Charles Chaplin de promover el nazismo, ya de paso? Propongo una pieza en la que aparezca una secuencia de El gran dictador con la siguiente locución: “De estas cosas se reían en 1940. No podemos extrañarnos del Holocausto, pues se dedicaban a hacer bromas sobre Hitler, como si Hitler fuera cómico”. Los vigilantes del discurso de hoy serían capaces de convertir una parodia del totalitarismo en una apología del mismo.
Da vergüenza explicarlo, y pido disculpas porque siento que insulto la inteligencia de los lectores, pero el humor de Miguel Gila consistía en la banalización costumbrista de la tragedia, como en su famoso número de la guerra en el que llamaba por teléfono al enemigo. ¿Estaba haciendo Gila una reivindicación de la violencia bélica? ¿Estaba haciendo un llamamiento a las armas? ¿Estaba banalizando el sufrimiento de quienes padecen las guerras? Es decir, su propio sufrimiento, el que acarreó como superviviente de una de las campañas bélicas más sangrientas que ha conocido la humanidad y cuyo trauma le acompañó hasta la muerte, como sabe cualquiera que se haya asomado a sus impresionantes memorias.
Voy más allá: quienes se ríen del chiste de Gila, ¿están humillando a las mujeres asesinadas por sus parejas? ¿Acaso está diciendo el locutor que todo ese público no sólo es insensible a las muertes sino que se burla de ellas y las desprecia, como si sus risas fueran las de unas jaurías de hienas? Es que éramos así en 1992, se disculpa. ¿Cómo éramos en 1992? ¿Monstruos?
O el redactor de la pieza es un difamador o es un ignorante. O bien sabe que no son monstruos, pero manipula el discurso para que parezcan tales, o no tiene ni idea de lo que provoca la risa de los espectadores, que es la tragedia contada como comedia. La confusión deliberada de registros es una técnica básica de cualquier manifestación humorística. Al llevarla al absurdo mediante la ridiculización, la barbarie queda desnuda e inapelable. El espectador es consciente de la brutalidad del asunto que se trata. En ese sentido, es posible que el número del esposo asesino de Gila haya contribuido a predisponer a la sociedad contra esa violencia.
Y contra todas, porque un leitmotiv del humor de Miguel Gila (y una de las razones que hacen del mismo una herramienta ética irreprochable) es subrayar la crueldad cotidiana que pasa inadvertida a la sociedad. Otro de sus números famosos consistía en bromear sobre las salvajadas que se hacen en las fiestas de un pueblo. A un personaje le cortan la cabeza con unas tijeras de podar, y cuando la viuda se queja de que le han matado al marido, los asesinos le reprochan que no tiene humor y que, si no sabe reírse, que se vaya del pueblo. Con sus parodias, Gila hacía que el público se fijase en un montón de bestialidades que a nadie se lo parecían. La de los hombres que matan a sus esposas, entre ellas. Puestas en escena, con su retranca, su tono y su insuperable talento cómico, aparecían como inaceptables e indefendibles.
De nuevo, explicar algo tan obvio da vergüenza, pero Miguel Gila y los espectadores que se reían de sus espectáculos en 1992 merecen el desagravio. Sobre todo, porque, a la vista de piezas televisivas como la que comento, parecen mucho más inteligentes que los de 2017, incapaces de apreciar la menor ironía, suspicaces ante cualquier sarcasmo, censores ante la más inocente salida de tono.
El humor es el periquito en la jaula que usan los mineros. Cuando desaparece, es que falta oxígeno. Cuando en una democracia desaparece el humor, es que falta libertad de expresión, y sin libertad de expresión no cabe democracia alguna. Ni buena ni mala. No lo digo yo, es un símil de Darío Adanti con el que se abre Disparen al humorista, un ensayo recién publicado donde reflexiona sobre la función del humor y los peligros a los que se enfrenta. Iba a escribir sobre él, pero Gila merecía ser vindicado antes de que más dedos insidiosos le señalen como instigador de asesinatos. Voy a usar una expresión de abuela: límpiense la boca antes de mencionar a Miguel Gila. En mi próxima sala de despiece pasaré por el cuchillo este excepcional libro de un sabio del humor como es Darío Adanti.
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