Los especuladores financieros e inmobiliarios apuestan por un modelo de negocio en el que no participe el ingrediente más desestabilizador de la economía capitalista: el elemento humano. El obrero es un indeseable porque trabaja para vivir y, para colmo, aspira a vivir con comodidad. Minimizar su participación es el gran objetivo de la alquimia industrial. Los avances en robótica permitirán pronto que el capital consiga por fin su piedra filosofal: la sustitución del trabajador humano por la máquina. Un robot no necesita comer, no se ausenta para llevar a sus hijos al médico y no pide que se le paguen las horas extras.
El cine de ciencia ficción ha tratado profusamente el tema, explotando los conflictos dramáticos que pueden surgir entre robots y humanos. Curiosamente, los puntos de giro de estas historias surgen cuando la máquina no cumple al pie de la letra con su función. Las máquinas, en estas películas, fallan precisamente porque tienen comportamientos humanos. Hay robots rebeldes y sentimentales (Blade Runner, Robocop), robots homicidas (Yo, robot; Terminator), máquinas traidoras (el HAL 9000 de 2001: Una odisea del espacio) y hasta robots que aman eternamente (A.I. Inteligencia Artificial).
En Blade Runner (Ridley Scott, 1982) se narran los esfuerzos de la Tyrell Corporation por eliminar a sus androides renegados. Los creó para trabajar como esclavos en las colonias exteriores de la Tierra, pero estos se rebelan contra su fecha de caducidad. No quieren ser retirados. Se resisten a morir. Para la patronal, esta reacción humana es un fallo en la máquina, algo así como el intermitente estropeado de un coche, algo reparable o sustituible para mantener un estado óptimo en la producción.
Ash, el oficial científico de Alien, el octavo pasajero (Ridley Scott, 1979), oculta su naturaleza androide al resto de la tripulación del Nostromo. Él tiene órdenes de la Weyland-Yutani Corporation (cuyo lema comercial es “Construyendo mundos mejores”) de capturar vivo al alien aunque eso ponga en peligro las vidas de sus compañeros. Y así lo hace, naturalmente, como robot sin taras que es. Un empleado modélico acata las órdenes del jefe sin cuestionarse nada. Y para reclutar empleados modélicos se inventaron los departamentos de recursos humanos. No basta con trabajar bien, hay que sonreír. Gattaca (Andrew Niccol, 1997) es, en el fondo, una metáfora sobre los recursos humanos. En el futuro, cuenta la película, la sociedad estará dividida genéticamente entre individuos superiores e inferiores. Sólo quien esté entre los superiores podrá acceder a los puestos destacados.
Arriba y abajo
Otro de los escenarios frecuentemente dibujados por la ciencia ficción ha sido la separación de las clases sociales en compartimentos estancos. Uno de los primeros ejemplos lo encontramos en Metrópolis (Fritz Lang, 1927). En esta parábola futurista, la megaurbe está dividida entre las alturas, donde viven los ricos, y la parte subterránea, donde vive y trabaja la clase obrera, una partición que también ha sido utilizada por los hermanos Pastor en la serie Incorporated (2016). Esta representación de la desigualdad ha sido llevada más lejos aún en filmes como Elysium (Neill Blomkamp, 2013), donde toda la Tierra es una gigantesca favela y las élites viven en un lujoso satélite, o Rompenieves (Bong Joon Ho, 2013), donde, tras una catástrofe climática, la humanidad se refugia de la glaciación en un arca-tren. En ese tren, los favorecidos viven en los vagones delanteros y comen jugosos bistecs mientras los pobres viven atrás y se alimentan de una gelatina hecha con insectos triturados. Especialmente brillante es la parodia de Margaret Thatcher que ejecuta Tilda Swinton, con monólogos delirantes que resumen todo el pensamiento conservador:
“En este convoy que llamamos hogar hay una cosa que separa nuestros cálidos corazones del intenso frío. ¿Abrigos? ¿Escudos? No. ¡El orden! Todos debemos, en este tren de la vida, permanecer en nuestros puestos. El Orden Eterno viene determinado por la Máquina Sagrada. ¡Aceptad vuestro sitio!”.
La mujer mercancía
Las mujeres siguen saliendo mal paradas en razón de su género en los relatos de ciencia ficción. Como señala agudamente la antropóloga Laura Tejado, en la novela de Margaret Atwood El cuento de la doncella, adaptada al cine por Volker Schlöndorff (1990) y a la televisión por Netflix (2017), las mujeres fértiles viven encerradas y su cuerpo es explotado, casi copiando el modelo ganadero, para concebir a los futuros ciudadanos tras una hecatombe nuclear que ha afectado a la capacidad reproductiva de la humanidad. El mercado llamaría a eso, eufemísticamente, “gestión eficiente de los recursos”. La mujer es vasija unas veces o simplemente vagina (real o artificial), otras. Es reducida, de forma preferente, al papel de trabajadora sexual, y podemos verlo en los robots eróticos del animejaponés, en las bellas esclavas/chachas fabricadas de Ex Machina (Alex Garland, 2014) y en la androide Pris, el “modelo básico de placer” de Blade Runner. En el mercado laboral del futuro, como ya hemos visto, la sumisión es un valor que cotiza al alza.
La tecnología es buena
Totalmente integrada en la vida cotidiana, la tecnología forma parte de nuestro relato. Incluso de nuestro relato emocional y amoroso. En Her (Spinke Jonze, 2013), Theodore (Joaquin Phoenix) se enamora de Samantha (un sistema operativo con la voz de Scarlett Johansson) y ese amor… ¡es correspondido! Mucha gente no entendió la belleza que escondía esta reciprocidad (tachada de artificial) que sí estamos dispuestos a aceptar cuando se habla de libros, discos, perros, coches, todas esas cosas, en fin, que pueden ser tan importantes en nuestra vida. Esto es lo que le ocurre también al anciano protagonista de Un amigo para Frank (Jake Schreier, 2012), quien encuentra un apoyo incondicional en su robot-enfermero, otra previsible profesión del futuro anunciada por el cine. El robot lo cuida, lo protege, lo escucha y lo ayuda, creando con él un vínculo afectivo que no es humano pero sí real, que no es simulado sino genuino.
Así pues, no todos los futuros son de pesadilla.
El proletario clon
El obrero, como pieza esencial del engranaje capitalista, debe ser fácilmente intercambiable. Ese es el drama al que se enfrenta Sam Rockwell en Moon (Duncan Jones, 2009). Es un minero que lleva tres años solo, trabajando en la Luna, y que descubre su condición de clon cuando está a punto de terminar su contrato. Entonces se cuestiona su identidad e incluso su humanidad, porque para su empresa él no es nadie, sólo una pieza más de la maquinaria que será sustituida por otra exactamente igual a él.
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