Mafia es el comodín que utilizamos para evitarnos entender realidades complejas. Es una palabra venda que nos aísla de la desigualdad que nos acecha. Si hay manteros es por culpa de las mafias. Si hay okupas, también. Quizás está feo hablar mal de los textos de los demás, pero a veces no queda más remedio. El otro día El País ofrecía un (¿publi?) reportaje sobre las posibilidades que “el mercado ofrece” para aplicar la ley de desahucio exprés aprobada en la primavera pasada en el Congreso y firmada por un Pedro Sánchez entonces recién llegado (a pesar de que su partido se opuso a ella, como Unidos Podemos, Compromís y ERC). En el texto, que en ningún momento se ponía en el lugar de la gente que no tiene casa ni hablaba con organizaciones sociales de vivienda, la venda salía antes del primer punto y seguido. “La ocupación ilegal de viviendas se ha convertido en un negocio demasiado bueno y fácil para las mafias y, por eso, el número de usurpaciones no deja de crecer”.
No es extraño. La propia ley promueve el concepto en su preámbulo, y eso que no empieza mal: “Como consecuencia de la compleja y dura realidad socioeconómica, se ha producido en los últimos años un considerable número de desahucios de personas y familias en sobrevenida situación de vulnerabilidad. (…) De forma casi simultánea, y en la mayor parte de los casos sin que exista relación alguna con situaciones de extrema necesidad, han aparecido también fenómenos de ocupación ilegal premeditada, con finalidad lucrativa, que, aprovechando de forma muy reprobable la situación de necesidad de personas y familias vulnerables, se han amparado en la alta sensibilidad social sobre su problema para disfrazar actuaciones ilegales por motivaciones diversas, pocas veces respondiendo a la extrema necesidad”. Así es como nos explican las cosas, así es como nos las queremos explicar. Aunque no sean así.
El 70% de la vivienda ocupada es propiedad de bancos, el 10% de grandes propietarios y el 5% de pequeños. El 68% de las personas que ocupan son familias. En el 55% de esos hogares hay menores; en el 3%, personas mayores de 65; y en un 4%, personas en situación de dependencia. El 73% tienen pasaporte español y el 19%, permiso de trabajo. En el 46% de los casos, la causa de la ocupación es la falta de ingresos, en el 16% es consecuencia de un desahucio por alquiler y en el 13%, de uno por impago de la hipoteca. El 61% de los que ocupa no tiene un trabajo remunerado (y la mayoría de ese porcentaje está sin prestación) y, entre los que tienen, el 78% son contratos temporales o economía sumergida. El 50%, antes de ocupar, venía de viviendas de alquiler. El 16%, de viviendas en propiedad. El 80% buscó otra solución antes de la ocupación. El 31% de las ocupaciones son directas por parte de los individuos o las familias; el 21%, con amigos o conocidos; sólo el 13% son tras pagar un alquiler a alguien (eso que hemos asumido como mafia). Los datos anteriormente mencionados son de Catalunya, del Informe sobre okupación de vivienda vacía elaborado por Obra Social BCN y publicado más o menos por las mismas fechas en que se firmó esa ley de desahucio exprés. El estudio de este colectivo que lucha por la vivienda digna es el resultado de encuestas anónimas a 626 hogares ocupados en dicha comunidad autónoma. Es, por tanto, una muestra más que representativa. Y no es la única.
Según el informe El hogar es la clave publicado por Cáritas Barcelona en colaboración con la Fundación FOESSA en diciembre de 2018, el 23,7 de la población española, y el 36,3% de la de Barcelona, vive afectada por la exclusión en vivienda. La tasa de sobrecarga de los gastos de vivienda en España es de las mayores de Europa, sólo por detrás de Grecia, Rumanía, Bulgaria, Croacia y Lituania. De entre las personas que viven de alquiler no protegido, esa tasa de sobrecarga llega al 42,1% y se concentra especialmente entre la población más vulnerable. El 9,9% de la población española está amenazada con ser expulsada de su vivienda (el 20% de la de Barcelona) y el 9,9% habita una vivienda inadecuada (el 24,8% en Barcelona).
Sin vivienda social
El parque de vivienda social en España está entre el 1% y el 2,5% del total de viviendas principales. Es el más escaso en Europa después de los de Grecia, Chipre, Letonia y Rumanía. El gasto público dedicado al acceso a la vivienda y el fomento de la edificación llegó a su punto más bajo con respecto a los presupuestos generales en 2018: el 0,13. A pesar de haber tan poquísima vivienda en alquiler social, su privatización ha sido costumbre habitual. Sólo en Madrid y sólo en 2013, la EMVS y el IVIMA vendieron casi 5.000 viviendas a dos fondos de inversión y provocaron así la salida de miles de familias de sus casas presuntamente protegidas. Todo esto lo cuenta el informe El parque público y protegido de viviendas en España: un análisis desde el contexto europeo, de Carme Trilla y Jordi Boch para la Fundación Alternativas y publicado en abril de 2018, otra vez cuando se aprobó esa ley de desahucio exprés. Este estudio añade una estimación: “La demanda potencial de vivienda social es actualmente de 1,5 millones de hogares y, de acuerdo con las proyecciones de hogares, puede ascender hasta los 2,65 millones de hogares en el año 2030”.
Hay muchísimos más datos, estudios e informes, pero creo que con lo dicho ya basta para ver el panorama de emergencia habitacional en el que nos encontramos. En él, y como he escrito al principio, la ocupación es una realidad. Y es compleja, claro. Como se muestra en estos datos, afecta en ocasiones a pequeños y humildes propietarios y hay casos de gente que hace negocio con la actividad. Son los menos, pero son. De cualquier modo, y por mucho que aún vivamos en un país de propietarios, cuesta mucho asimilar que en este asunto hayamos decidido taparnos los ojos con la palabra mafia y no ver los motivos desesperados que hay detrás y las necesidades que representan.
El pasado fin de semana, el mismo en que se publicó el texto de El País que provoca estas líneas, estuve en Majadahonda viendo un edificio abandonado que estuvo ocupado por 27 familias. Las “casas rojas” fueron desalojadas en abril de 2017 y aún hoy siguen vacías. Es un monumento a nuestro fracaso. Hay ventanas que se abren y se cierran por la acción del viento, antenas de televisión que no dan señal a nadie y un par de plantas en un balcón que han logrado sobrevivir al abandono. Al verlo, uno no puede evitar pensar dónde estará la gente que habitó años ese lugar: familias sin recursos y con niños pequeños, trabajadores precarios, personas con enfermedades graves. Al verlo, también, uno piensa en el desastre al que se encamina una sociedad que ha decidido ponerse una venda para no enfrentarse a sus propios problemas.
No es extraño. La propia ley promueve el concepto en su preámbulo, y eso que no empieza mal: “Como consecuencia de la compleja y dura realidad socioeconómica, se ha producido en los últimos años un considerable número de desahucios de personas y familias en sobrevenida situación de vulnerabilidad. (…) De forma casi simultánea, y en la mayor parte de los casos sin que exista relación alguna con situaciones de extrema necesidad, han aparecido también fenómenos de ocupación ilegal premeditada, con finalidad lucrativa, que, aprovechando de forma muy reprobable la situación de necesidad de personas y familias vulnerables, se han amparado en la alta sensibilidad social sobre su problema para disfrazar actuaciones ilegales por motivaciones diversas, pocas veces respondiendo a la extrema necesidad”. Así es como nos explican las cosas, así es como nos las queremos explicar. Aunque no sean así.
El 70% de la vivienda ocupada es propiedad de bancos, el 10% de grandes propietarios y el 5% de pequeños. El 68% de las personas que ocupan son familias. En el 55% de esos hogares hay menores; en el 3%, personas mayores de 65; y en un 4%, personas en situación de dependencia. El 73% tienen pasaporte español y el 19%, permiso de trabajo. En el 46% de los casos, la causa de la ocupación es la falta de ingresos, en el 16% es consecuencia de un desahucio por alquiler y en el 13%, de uno por impago de la hipoteca. El 61% de los que ocupa no tiene un trabajo remunerado (y la mayoría de ese porcentaje está sin prestación) y, entre los que tienen, el 78% son contratos temporales o economía sumergida. El 50%, antes de ocupar, venía de viviendas de alquiler. El 16%, de viviendas en propiedad. El 80% buscó otra solución antes de la ocupación. El 31% de las ocupaciones son directas por parte de los individuos o las familias; el 21%, con amigos o conocidos; sólo el 13% son tras pagar un alquiler a alguien (eso que hemos asumido como mafia). Los datos anteriormente mencionados son de Catalunya, del Informe sobre okupación de vivienda vacía elaborado por Obra Social BCN y publicado más o menos por las mismas fechas en que se firmó esa ley de desahucio exprés. El estudio de este colectivo que lucha por la vivienda digna es el resultado de encuestas anónimas a 626 hogares ocupados en dicha comunidad autónoma. Es, por tanto, una muestra más que representativa. Y no es la única.
Según el informe El hogar es la clave publicado por Cáritas Barcelona en colaboración con la Fundación FOESSA en diciembre de 2018, el 23,7 de la población española, y el 36,3% de la de Barcelona, vive afectada por la exclusión en vivienda. La tasa de sobrecarga de los gastos de vivienda en España es de las mayores de Europa, sólo por detrás de Grecia, Rumanía, Bulgaria, Croacia y Lituania. De entre las personas que viven de alquiler no protegido, esa tasa de sobrecarga llega al 42,1% y se concentra especialmente entre la población más vulnerable. El 9,9% de la población española está amenazada con ser expulsada de su vivienda (el 20% de la de Barcelona) y el 9,9% habita una vivienda inadecuada (el 24,8% en Barcelona).
Sin vivienda social
El parque de vivienda social en España está entre el 1% y el 2,5% del total de viviendas principales. Es el más escaso en Europa después de los de Grecia, Chipre, Letonia y Rumanía. El gasto público dedicado al acceso a la vivienda y el fomento de la edificación llegó a su punto más bajo con respecto a los presupuestos generales en 2018: el 0,13. A pesar de haber tan poquísima vivienda en alquiler social, su privatización ha sido costumbre habitual. Sólo en Madrid y sólo en 2013, la EMVS y el IVIMA vendieron casi 5.000 viviendas a dos fondos de inversión y provocaron así la salida de miles de familias de sus casas presuntamente protegidas. Todo esto lo cuenta el informe El parque público y protegido de viviendas en España: un análisis desde el contexto europeo, de Carme Trilla y Jordi Boch para la Fundación Alternativas y publicado en abril de 2018, otra vez cuando se aprobó esa ley de desahucio exprés. Este estudio añade una estimación: “La demanda potencial de vivienda social es actualmente de 1,5 millones de hogares y, de acuerdo con las proyecciones de hogares, puede ascender hasta los 2,65 millones de hogares en el año 2030”.
Hay muchísimos más datos, estudios e informes, pero creo que con lo dicho ya basta para ver el panorama de emergencia habitacional en el que nos encontramos. En él, y como he escrito al principio, la ocupación es una realidad. Y es compleja, claro. Como se muestra en estos datos, afecta en ocasiones a pequeños y humildes propietarios y hay casos de gente que hace negocio con la actividad. Son los menos, pero son. De cualquier modo, y por mucho que aún vivamos en un país de propietarios, cuesta mucho asimilar que en este asunto hayamos decidido taparnos los ojos con la palabra mafia y no ver los motivos desesperados que hay detrás y las necesidades que representan.
El pasado fin de semana, el mismo en que se publicó el texto de El País que provoca estas líneas, estuve en Majadahonda viendo un edificio abandonado que estuvo ocupado por 27 familias. Las “casas rojas” fueron desalojadas en abril de 2017 y aún hoy siguen vacías. Es un monumento a nuestro fracaso. Hay ventanas que se abren y se cierran por la acción del viento, antenas de televisión que no dan señal a nadie y un par de plantas en un balcón que han logrado sobrevivir al abandono. Al verlo, uno no puede evitar pensar dónde estará la gente que habitó años ese lugar: familias sin recursos y con niños pequeños, trabajadores precarios, personas con enfermedades graves. Al verlo, también, uno piensa en el desastre al que se encamina una sociedad que ha decidido ponerse una venda para no enfrentarse a sus propios problemas.
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