El año pasado entendí lo que significa la Navidad. Estaba en Estrasburgo participando en un festival literario en elmomento en el que la ciudad se llena de mercados hechos de cabañas de madera que albergan artesanía, dulces y peluches. Paseaba por ellos con una de esas amigas fugaces que se hacen en este tipo de encuentros. Comentábamos el despliegue de seguridad con el que se revisaba cada bolso en los puentes que llevan al centro, bebíamos vino caliente, nos íbamos conociendo.
Ella vivía en un pueblo de Gran Bretaña, era hija de una familia de exiliados iraquíes. Yo me reía del fervor navideño de aquella gente medio alemana, medio francesa, que disfrutaba del entorno de villancico con un entusiasmoque me era ajeno. Fue entonces cuando me lo explicó. “Tú no lo entiendes”, dijo, “porque vives en un país con sol. Pero imagínate donde vivimos nosotros, esos países del norte en los que durante meses anochece a las cuatro de la tarde. Imagínate lo que sería atravesar el invierno sin estas luces”.
“Yo cada año pongo el árbol muy pronto, porque así no está todo tan oscuro cuando llego a casa”, dijo, mientras alrededor brillaban guirnaldas de colores y estrellas parpadeantes.
Estamos al borde de las fiestas y, entre quienes las aman y quienes las odian, no parece haber manera de escapar. Es normal que nos revuelvan: son un compendio de tantas cosas.
Nos escudamos en lo comercial, sí. Le gruñimos al Corte Inglés. Pero ojalá fuese ese el problema.
No, el problema es otro. El problema son las sillas vacías. Porque hay gente que falta, siempre: la que murió y la que decidió irse. El problema es recordar ese extraño, extrañopaso del tiempo: que hubo otro distinto, en el que vivíamos estas fechas de otra manera, pero un añodejamos de poner el belén porque toda la familia asumió que nosotras lo hacíamos por nuestros padres, y nuestros padres por nosotras. El problema es que siempre hay alguien enfermo, o alguien roto, o alguien que se ha peleado. El problema es que los balances de fin de año acostumbran a salir a devolver.
“Ya te esperamos ansiosamente / ya preparamos alimentos y bebidas / ya está limpia la sala las ventanas como espejos / (…) No eres una princesa ni tampoco un arcángel / Solo un latido más fuerte del corazón”, escribía en un poema el periodista Ryszard Kapuscinski, ese viajero. En estos días la variopinta diáspora de quienes llamamos “casa” a varios lugares distintos hace las maletas. En estaciones abarrotadas, aeropuertos con overbooking, ferrys en pause por la tempestad, los dispersos emprendemos el regreso. Hijas pródigas, amantes a distancia, amigos de los que nos perdemos la cotidianeidad. Quien va y quien aguarda: se acumula la ilusión de los reencuentros.
Y son felices, los reencuentros. Pero también se ve la vejez acechando a la gente querida tras los cambios que no estaban ahí la última vez; también nos cuesta cada vez más entendernos con nuestras amistades íntimas de la infancia. Nos peleamos por los motivos de siempre, perdemos el tiempo compartido dejando salir la inercia de los viejos roces. Nos cuestionamos las decisiones tomadas, nos asola la culpa. Sabemos que al final de estos días pensaremos que lo podríamos haber hecho mejor.
Es todo un poco así. Nos preparamos con esmero para esa cena de la que nos iremos con la lágrima de que la misma persona que no nos hace caso en el día a día tampoco lo ha hecho porque fueran las pre-uvas. Envolvemos regalos con una ilusión que olvida que no recibirán la respuesta que soñamos. Cocinamos platos a los que les falta sal, se nos olvida comprar el turrón favorito de alguien.
Hay un cliché: que todo cobra sentido si hay niños cerca. Pues mira, yo qué sé. También hay niños que están malitos, divorcios recientes con niñas a medias entre casas distantes, precariedades que frustran a los reyes magos. Deseos de bebés que no pueden llegar.
Y luego están los amores. Malas fechas. Esa habilidad que tienen las vacaciones para revelar los problemas que enmascara el trabajo. Viajes que salen regular, o que no salen. El dolor exacerbado de la autodenominada soledad. El choque de siempre entre la expectativa y lo que realmente ocurre, maximizado por un ambiente que mete el dedo en la llaga de cada emoción.
Pero también es cierto que recordamos cuántas nochebuenas hemos pasado ya con el corazón hecho cachitos. Y que siempre, siempre, siempre llegó otra vez la primavera.
Sí: pese a todo, nos sale una sonrisa con el villancico de la tienda, echamos furtivas a la cesta unos mazapanes y compramos algo rojo para Nochevieja porque mal no hará.
El año pasado, una semana después de que volviera de Estrasburgo, el mercado por el que paseaba, vino caliente en las manos, con mi amiga que me enseñó a entender la Navidad, fue arrasado por un atentado terrorista. Al final no era tan tonto lo de los controles de seguridad en cada puente. No hay ninguna moraleja en este giro de guion. Simplemente fue así.
De la Navidad no hay quien escape, como tampoco de la vida. De la buena o mala suerte, de lo que seamos capaces de hacer, de lo que pueda pasar. Podemos, como mucho, intentar entenderlo. Prepararnos, ser indulgentes, tratar de tomar lo mejor.
Luces entre el invierno, invierno entre las luces.
Y, muy de vez en cuando, estrellas fugaces, milagros, cuentos de Navidad.
Ella vivía en un pueblo de Gran Bretaña, era hija de una familia de exiliados iraquíes. Yo me reía del fervor navideño de aquella gente medio alemana, medio francesa, que disfrutaba del entorno de villancico con un entusiasmoque me era ajeno. Fue entonces cuando me lo explicó. “Tú no lo entiendes”, dijo, “porque vives en un país con sol. Pero imagínate donde vivimos nosotros, esos países del norte en los que durante meses anochece a las cuatro de la tarde. Imagínate lo que sería atravesar el invierno sin estas luces”.
“Yo cada año pongo el árbol muy pronto, porque así no está todo tan oscuro cuando llego a casa”, dijo, mientras alrededor brillaban guirnaldas de colores y estrellas parpadeantes.
Estamos al borde de las fiestas y, entre quienes las aman y quienes las odian, no parece haber manera de escapar. Es normal que nos revuelvan: son un compendio de tantas cosas.
Nos escudamos en lo comercial, sí. Le gruñimos al Corte Inglés. Pero ojalá fuese ese el problema.
No, el problema es otro. El problema son las sillas vacías. Porque hay gente que falta, siempre: la que murió y la que decidió irse. El problema es recordar ese extraño, extrañopaso del tiempo: que hubo otro distinto, en el que vivíamos estas fechas de otra manera, pero un añodejamos de poner el belén porque toda la familia asumió que nosotras lo hacíamos por nuestros padres, y nuestros padres por nosotras. El problema es que siempre hay alguien enfermo, o alguien roto, o alguien que se ha peleado. El problema es que los balances de fin de año acostumbran a salir a devolver.
“Ya te esperamos ansiosamente / ya preparamos alimentos y bebidas / ya está limpia la sala las ventanas como espejos / (…) No eres una princesa ni tampoco un arcángel / Solo un latido más fuerte del corazón”, escribía en un poema el periodista Ryszard Kapuscinski, ese viajero. En estos días la variopinta diáspora de quienes llamamos “casa” a varios lugares distintos hace las maletas. En estaciones abarrotadas, aeropuertos con overbooking, ferrys en pause por la tempestad, los dispersos emprendemos el regreso. Hijas pródigas, amantes a distancia, amigos de los que nos perdemos la cotidianeidad. Quien va y quien aguarda: se acumula la ilusión de los reencuentros.
Y son felices, los reencuentros. Pero también se ve la vejez acechando a la gente querida tras los cambios que no estaban ahí la última vez; también nos cuesta cada vez más entendernos con nuestras amistades íntimas de la infancia. Nos peleamos por los motivos de siempre, perdemos el tiempo compartido dejando salir la inercia de los viejos roces. Nos cuestionamos las decisiones tomadas, nos asola la culpa. Sabemos que al final de estos días pensaremos que lo podríamos haber hecho mejor.
Es todo un poco así. Nos preparamos con esmero para esa cena de la que nos iremos con la lágrima de que la misma persona que no nos hace caso en el día a día tampoco lo ha hecho porque fueran las pre-uvas. Envolvemos regalos con una ilusión que olvida que no recibirán la respuesta que soñamos. Cocinamos platos a los que les falta sal, se nos olvida comprar el turrón favorito de alguien.
Hay un cliché: que todo cobra sentido si hay niños cerca. Pues mira, yo qué sé. También hay niños que están malitos, divorcios recientes con niñas a medias entre casas distantes, precariedades que frustran a los reyes magos. Deseos de bebés que no pueden llegar.
Y luego están los amores. Malas fechas. Esa habilidad que tienen las vacaciones para revelar los problemas que enmascara el trabajo. Viajes que salen regular, o que no salen. El dolor exacerbado de la autodenominada soledad. El choque de siempre entre la expectativa y lo que realmente ocurre, maximizado por un ambiente que mete el dedo en la llaga de cada emoción.
Pero también es cierto que recordamos cuántas nochebuenas hemos pasado ya con el corazón hecho cachitos. Y que siempre, siempre, siempre llegó otra vez la primavera.
Sí: pese a todo, nos sale una sonrisa con el villancico de la tienda, echamos furtivas a la cesta unos mazapanes y compramos algo rojo para Nochevieja porque mal no hará.
El año pasado, una semana después de que volviera de Estrasburgo, el mercado por el que paseaba, vino caliente en las manos, con mi amiga que me enseñó a entender la Navidad, fue arrasado por un atentado terrorista. Al final no era tan tonto lo de los controles de seguridad en cada puente. No hay ninguna moraleja en este giro de guion. Simplemente fue así.
De la Navidad no hay quien escape, como tampoco de la vida. De la buena o mala suerte, de lo que seamos capaces de hacer, de lo que pueda pasar. Podemos, como mucho, intentar entenderlo. Prepararnos, ser indulgentes, tratar de tomar lo mejor.
Luces entre el invierno, invierno entre las luces.
Y, muy de vez en cuando, estrellas fugaces, milagros, cuentos de Navidad.
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