En las últimas horas las autoridades chinas han anunciado un aumento desorbitado del número de infectados y muertos por el coronavirus. En las últimas 24 horas han confirmado 14.840 nuevos casos y 242 muertos tan solo en la ciudad de Wuhan. Por tanto, el número total de infectados por el virus se acercaría a los 60.000 y el de muertes a 1380.
Sin embargo, las cifras no se deberían forzosamente a un resurgir espectacular de la epidemia sino a un cambio en la forma de contabilizar a los enfermos, lo que ha dado lugar a la aparición de cifras más cercanas a la realidad. Hasta ahora, solo los casos confirmados por kits de test estándar eran contabilizados pero debido a la escasez de dichos kits, las autoridades de Wuhan han decidido que una radiografía pulmonar es suficiente para diagnosticar la infección del virus. Este método es menos preciso, pero permite diagnosticar más rápidamente a los pacientes.
Pero este cambio de metodología genera preguntas al respecto de las cifras oficiales presentadas hasta ahora, sobre la verdadera extensión de la epidemia y sobre todo provoca dudas sobre la imagen gubernamental que ya se encontraba cuestionada por la gestión de la crisis. Dicho de otro modo, comienzan a acumularse elementos para que la crisis sanitaria pueda devenir potencialmente en una crisis política más abierta y que afecte directamente al poder central.
Para evitar este escenario y especialmente para desviar el descontento, que según múltiples analistas es cada vez más grande en la sociedad china, algunos dirigentes locales han decidido aplicar medidas aún más represivas en el ámbito de confinamiento de múltiples decenas de miles de personas. Así, en la ciudad de Shiyan, en la provincia de Hubei (epicentro de la epidemia), las autoridades han decidido aplicar “medidas de guerra” y prohibir estrictamente la salida a la calle de toda la población excepto para aquellos implicados en combatir el virus. Todas las zonas residenciales serán vigiladas las 24 horas y toda persona sin autorización será detenida.
Sin embargo, estas medidas represivas drásticas, a través de las cuales las autoridades quieren mostrar que controlan la situación, se combinan con medidas políticas de purgas en el aparato estatal y en el partido. El objetivo es claro para el poder central: encontrar cabezas de turco a nivel local y regional para que el descontento popular no afecte al presidente Xi Jinping. De esta forma, el jefe del partido en la provincia de Hubei, Jian Chaoliang, ha sido destituido y reemplazo por una persona de confianza del presidente Xi, el alcalde de Shangai, Ying Yong. La cabeza del partido en Wuhan, Ma Guaoquiang, también ha sido destituido.
Otros dirigentes regionales y locales habían sido anteriormente destituido hace nos días, especialmente tras la muerte del médico que había alertado a sus compañeros de la gravedad del virus. El joven oftalmólogo Li Wenliang había advertido a sus compañeros en las redes sociales sobre lo que ocurría en su hospital, fue poco después sancionado antes de morir debido al virus. El caso del doctor Li Wenliang despertó indignación en China y en el campo internacional.
Sea como fuere, el régimen dictatorial chino, heredero de las peores tradiciones estalinistas y maoístas, está camino de mostrar su carácter nefasto en este asunto. Se trata de un obstáculo a la lucha contra la propagación de la epidemia al disimular la información según afecte a sus objetivos políticos internos y externos. El régimen de Pekin es también un obstáculo para saber la extensión real de la problemática. Como podemos leer en un artículo de Foreign Affairs: “El sistema de gobierno de Xi le ha protegido de las importantes repercusiones políticas de la epidemia, pero también ha creado las condiciones para la rápida extensión del virus en tan poco tiempo. Dado que el aparato de Estado chino está muy centralizado, la información se concentra en un número reducido de personas y normalmente no llega a quienes más lo necesitan. El alcalde de Wuhan confirmó en una entrevista televisada a finales de enero que había transmitido de manera temprana información al respecto del coronavirus a las autoridades competentes, pero que no había sido autorizada a compartirlas con el público. Otros no podían expresar su preocupación sin miedo a represalias.”
Dicho de otra forma, el régimen es un obstáculo para la lucha contra el virus, pero también para todo progreso científico y cultural que no corresponda a sus intereses. Algo que también podríamos decir de otros regímenes que se llaman así mismo “democráticos”, pero que el nivel de autoritarismo chino acentúa estas características, que en última instancia son inherentes al capitalismo. Sin embargo, en lo inmediato, ni el régimen, ni el presidente Xi se encuentran en peligro. Las medidas represivas drásticas como la cuarentena de millones de personas, incluso si por ahora no han demostrado ninguna eficacia, parecen ser aceptadas como un mal necesario para una parte importante de la población. Sin embargo, si el gobierno tarda en resolver la crisis, los riesgos de crisis política y social aumentarán inevitablemente.
El retorno de los trabajadores a las fábricas ha sido atrasado al 20 de febrero; millones de obreros y obreras migrantes, cuyos movimientos son fuertemente controlados por la política de pasaportes interna, no pueden volver a los centros urbanos donde trabajan y normalmente no reciben ninguna compensación financiera. Las consecuencias económicas comenzarán a hacerse evidentes cada vez más con las fábricas y empresas cerradas; algunos hospitales están saturados y escasos de material. Todo esto constituye elementos objetivos que podrían alimentar la colera popular si la epidemia se prolonga en el tiempo.
Es justamente ese escenario de contestación que el poder chino quiere evitar. Pero es precisamente el despertar del gigante proletario chino, en lucha por sus derechos y contra un poder dictatorial, lo que sería una muy buena noticia para la clase obrera mundial.
Sin embargo, las cifras no se deberían forzosamente a un resurgir espectacular de la epidemia sino a un cambio en la forma de contabilizar a los enfermos, lo que ha dado lugar a la aparición de cifras más cercanas a la realidad. Hasta ahora, solo los casos confirmados por kits de test estándar eran contabilizados pero debido a la escasez de dichos kits, las autoridades de Wuhan han decidido que una radiografía pulmonar es suficiente para diagnosticar la infección del virus. Este método es menos preciso, pero permite diagnosticar más rápidamente a los pacientes.
Pero este cambio de metodología genera preguntas al respecto de las cifras oficiales presentadas hasta ahora, sobre la verdadera extensión de la epidemia y sobre todo provoca dudas sobre la imagen gubernamental que ya se encontraba cuestionada por la gestión de la crisis. Dicho de otro modo, comienzan a acumularse elementos para que la crisis sanitaria pueda devenir potencialmente en una crisis política más abierta y que afecte directamente al poder central.
Para evitar este escenario y especialmente para desviar el descontento, que según múltiples analistas es cada vez más grande en la sociedad china, algunos dirigentes locales han decidido aplicar medidas aún más represivas en el ámbito de confinamiento de múltiples decenas de miles de personas. Así, en la ciudad de Shiyan, en la provincia de Hubei (epicentro de la epidemia), las autoridades han decidido aplicar “medidas de guerra” y prohibir estrictamente la salida a la calle de toda la población excepto para aquellos implicados en combatir el virus. Todas las zonas residenciales serán vigiladas las 24 horas y toda persona sin autorización será detenida.
Sin embargo, estas medidas represivas drásticas, a través de las cuales las autoridades quieren mostrar que controlan la situación, se combinan con medidas políticas de purgas en el aparato estatal y en el partido. El objetivo es claro para el poder central: encontrar cabezas de turco a nivel local y regional para que el descontento popular no afecte al presidente Xi Jinping. De esta forma, el jefe del partido en la provincia de Hubei, Jian Chaoliang, ha sido destituido y reemplazo por una persona de confianza del presidente Xi, el alcalde de Shangai, Ying Yong. La cabeza del partido en Wuhan, Ma Guaoquiang, también ha sido destituido.
Otros dirigentes regionales y locales habían sido anteriormente destituido hace nos días, especialmente tras la muerte del médico que había alertado a sus compañeros de la gravedad del virus. El joven oftalmólogo Li Wenliang había advertido a sus compañeros en las redes sociales sobre lo que ocurría en su hospital, fue poco después sancionado antes de morir debido al virus. El caso del doctor Li Wenliang despertó indignación en China y en el campo internacional.
Sea como fuere, el régimen dictatorial chino, heredero de las peores tradiciones estalinistas y maoístas, está camino de mostrar su carácter nefasto en este asunto. Se trata de un obstáculo a la lucha contra la propagación de la epidemia al disimular la información según afecte a sus objetivos políticos internos y externos. El régimen de Pekin es también un obstáculo para saber la extensión real de la problemática. Como podemos leer en un artículo de Foreign Affairs: “El sistema de gobierno de Xi le ha protegido de las importantes repercusiones políticas de la epidemia, pero también ha creado las condiciones para la rápida extensión del virus en tan poco tiempo. Dado que el aparato de Estado chino está muy centralizado, la información se concentra en un número reducido de personas y normalmente no llega a quienes más lo necesitan. El alcalde de Wuhan confirmó en una entrevista televisada a finales de enero que había transmitido de manera temprana información al respecto del coronavirus a las autoridades competentes, pero que no había sido autorizada a compartirlas con el público. Otros no podían expresar su preocupación sin miedo a represalias.”
Dicho de otra forma, el régimen es un obstáculo para la lucha contra el virus, pero también para todo progreso científico y cultural que no corresponda a sus intereses. Algo que también podríamos decir de otros regímenes que se llaman así mismo “democráticos”, pero que el nivel de autoritarismo chino acentúa estas características, que en última instancia son inherentes al capitalismo. Sin embargo, en lo inmediato, ni el régimen, ni el presidente Xi se encuentran en peligro. Las medidas represivas drásticas como la cuarentena de millones de personas, incluso si por ahora no han demostrado ninguna eficacia, parecen ser aceptadas como un mal necesario para una parte importante de la población. Sin embargo, si el gobierno tarda en resolver la crisis, los riesgos de crisis política y social aumentarán inevitablemente.
El retorno de los trabajadores a las fábricas ha sido atrasado al 20 de febrero; millones de obreros y obreras migrantes, cuyos movimientos son fuertemente controlados por la política de pasaportes interna, no pueden volver a los centros urbanos donde trabajan y normalmente no reciben ninguna compensación financiera. Las consecuencias económicas comenzarán a hacerse evidentes cada vez más con las fábricas y empresas cerradas; algunos hospitales están saturados y escasos de material. Todo esto constituye elementos objetivos que podrían alimentar la colera popular si la epidemia se prolonga en el tiempo.
Es justamente ese escenario de contestación que el poder chino quiere evitar. Pero es precisamente el despertar del gigante proletario chino, en lucha por sus derechos y contra un poder dictatorial, lo que sería una muy buena noticia para la clase obrera mundial.
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