En medio de la oscuridad de la noche, la población de Gaza se encuentra atrapada bajo un ataque aéreo sin precedentes. Las estructuras colapsan una tras otra, y el sonido ensordecedor de las explosiones se mezcla con el ruido de los mensajes de texto que llegan instando a los residentes a abandonar sus hogares. No es raro que, bajo este infierno, las familias tengan que despertar abruptamente y huir sin más que la ropa en sus espaldas. Pero, ¿hacia dónde? El panorama es desolador, con miles de personas desplazadas sin acceso a necesidades básicas.
La crisis médica se agrava cada segundo. Los hospitales están repletos de heridos, y el personal sanitario, ya exhausto, lucha incansablemente para atender a quienes lo necesitan. Sin embargo, incluso estas infraestructuras médicas no están exentas del horror. En un acto desgarrador, un hospital que prestaba asistencia a las víctimas fue blanco de los ataques, y una ambulancia, símbolo de ayuda y esperanza, fue devastada justo frente a un centro de salud.
El sufrimiento psicológico de los habitantes es palpable. Aunque han soportado múltiples conflictos en el pasado, esta vez el terror es diferente, más intenso y asfixiante. Las comunicaciones se ven obstaculizadas con cortes de agua, electricidad y servicios telefónicos. Este aislamiento solo amplifica la angustia y el miedo. El testimonio de un niño de 13 años, gravemente quemado tras una explosión cerca de su hogar, ejemplifica la magnitud del horror.
Mientras que organizaciones como Médicos Sin Fronteras intentan proporcionar atención urgente, su trabajo se ve obstaculizado por la violencia que azota la región. La comunidad internacional debe reconocer que esta escalada no solo es un acto de guerra, sino un castigo colectivo contra todos en Gaza. Negar a una población ya asediada el acceso al agua y la electricidad es una atrocidad que no puede justificarse bajo ningún término.
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