Que un buque mercante arroje su carga por la borda para dar cabida a bordo a gente perseguida en serio riesgo de ser asesinada es algo que debería haber hecho pasar a la Historia a sus tripulantes y capitán. Con letras de oro, además. Sin embargo, esa acción, que fue real y tuvo lugar en el puerto de Esmirna en 1922, cayó en el olvido, quizá porque el navío no enarbolaba la bandera de un país occidental. No se supo su nombre hasta que las investigaciones al respecto realizadas por periodistas y escritores tuvieron éxito: el japonés Tokei Maru.
El 24 de abril de 1915, en plena Primera Guerra Mundial, los otomanos dieron inicio a una campaña de detenciones de ciudadanos armenios en Estambul que, poco a poco, engrosó una contundente lista de cientos de nombres y desembocó en la persecución y deportación contra toda esa comunidad. El conflicto entre ambas partes venía de antiguo, ya que en la segunda mitad del siglo XIX se difundió entre los armenios un fuerte espíritu nacionalista que aspiraba a crear su propio estado, algo que el Imperio Otomano no estaba dispuesto a permitir después de las pérdidas territoriales sufridas con la independencia de Rumanía, Serbia y Montenegro.
Fruto de esa situación fueron las llamadas Masacres hamidianas (por su impulsor, el sultán Abdul Hamid II), que provocaron cientos de miles de muertos entre los armenios. La infamia se repitió en 1909 con la Masacre de Adana, durante la que perecieron casi tres decenas de miles más a pesar de que para entonces se había producido el derrocamiento del que se conoció como Sultán Rojo (en alusión a la sangre derramada) y eran los Jóvenes Turcos, nacionalistas y reformistas, los que habían tomado el poder.
En 1914 el presidente otomano Enver Pachá hizo entrar a su país en la contienda mundial al lado de las Potencias Centrales. Aunque al principio manifestó su apoyo a los armenios integrados en el ejército, la participación de esta comunidad en disturbios con los musulmanes en las ciudades interiores de Kars y Van, provocando la grave derrota de Sarikamis ante los rusos, se interpretó como una rebelión, decidiendo al gobierno a decretar una deportación masiva de armenios a la parte suroeste de Anatolia.
Esos traslados empezaron el 24 de abril de 1915 y, a lo largo de varios años hasta 1923, en que se proclamó la nueva República de Turquía, supusieron la expulsión de sus hogares de una cantidad indeterminada de personas, la mitad de las cuales falleció por el camino entre las penosas condiciones en que tuvieron que hacerlo, cuando no de matanzas deliberadas. Las cifras de muertos, como casi siempre, son polémicas según las fuentes que se utilicen: las turcas, que siempre han negado la consideración de genocidio a este capítulo por no ser intencionado ni fruto de una planificación para ello, calculan entre doscientas y seiscientas mil; otras amplían el número hasta el millón y medio.
Ése fue el contexto en que sucedieron los hechos de Esmirna, ciudad ocupada por Grecia en 1919 y donde la población turca bullía de nacionalismo. Cuando las tropas turcas tomaron la ciudad el 9 de septiembre de 1922 e iniciaron una matanza de armenios y griegos, decenas de miles de éstos se agolparon en el puerto buscando la forma de embarcar y poner a salvo sus vidas, amenazadas además por un incendio iniciado en el barrio armenio que duraría cuatro días y, a la postre, arrasaría toda la urbe.
Aquellos desgraciados morían aplastados en avalanchas o ahogados al arrojarse al mar intentando alcanzar alguno de los aproximadamente veinte barcos que estaban fondeados. Entre ellos figuraban dos vapores franceses, dos italianos y uno estadounidense cuyos tripulantes contemplaban atónitos el dantesco espectáculo sin saber muy bien qué hacer. Estaban allí para rescatar a los refugiados pero sólo el norteamericano los acogía sin exigirles documentos; los otros únicamente aceptaban a quienes tuvieran pasaporte.
Fue entonces cuando el capitán del Tokei Maru, un mercante japonés de cuatro mil toneladas que acababa de atracar con un valioso cargamento de sedas y porcelana en su ruta desde El Pireo a Alejandría con escalas en Heraclión y Creta, tomó conciencia de la gravedad de la situación y dio la orden insólita de arrojar la mercancía por la borda. Un dineral acabó en el fondo de las turbias aguas portuarias pero así quedó espacio suficiente en el buque para albergar a cientos de refugiados que, de esta manera, se salvaron. El Tokei Maru atravesó luego el Mediterráneo oriental y los dejó en el puerto ateniense de El Pireo. Fueron ochocientos veintitrés afortunados.
La acción del barco nipón resulta especialmente noble si se tiene en cuenta que fue necesario resistir las presiones de los turcos, que despacharon varios botes con soldados hacia la nave exigiendo la entrega de aquella gente. El capitán se negó y advirtió de que cualquier acto de fuerza lo consideraría un ataque a territorio del Japón -como así era legalmente- y avisaría al Alto comisionado de su país en Estambul para que efectuara la correspondiente protesta ante su gobierno.
La amenaza surtió efecto y los soldados se retiraron sin imaginar que había algo de farol en las palabras del nipón, ya que el funcionario referido era el Conde de Uchida, cuyas simpatías estaban abiertamente con los partidarios de Mustafá Kemal, el hombre fuerte del país. Hubo testigos de la meritoria acción japonesa, como la esposa del profesor Birge, que trabajaba en el Colegio Internacional de Esmirna, además de los testimonios de algunos de los supervivientes, del consulado y el almirantazgo de EEUU, sin contar los artículos de la prensa griega contemporánea de la época.
En el verano de 2016 Atenas entregó una placa al embajador de Japón, Masuo Nishibayashi, en agradecimiento a aquel rescate llevado a cabo en Esmirna. Curiosamente, el capitán que lo protagonizó sigue siendo un desconocido y únicamente sabemos, por un periódico griego, que se llamaba Lou.
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