Marta García Aller (Madrid, 1980) es periodista. Escribe en El Confidencial, es colaboradora de Onda Cero y La Sexta y profesora asociada del IE Business School. Ha publicado cuatro ensayos; los dos últimos –El fin del mundo tal y como lo conocemos (Planeta, 2017) y Lo imprevisible (Planeta, 2019)- abordan desde distintos ángulos los dilemas humanos que plantea la tecnología.
PREGUNTA. Publicaste recientemente un artículo sobre las peluquerías. ¿Eres nostálgica respecto a esos lugares que desaparecen de los barrios?
RESPUESTA. No soy nostálgica, lo que soy es una fascinada de las transformaciones. En realidad, no están desapareciendo las peluquerías ni los bares, pero están cambiando mucho: lo que está desapareciendo son los rulos y las máquinas tragaperras a medida que se van transformando en franquicias de diseño o en tiendas-boutique. Es un cambio que refleja la evolución de la sociedad, y los periodistas tenemos que tener los ojos muy abiertos y preguntarnos por qué se producen esos cambios y qué consecuencias tienen. El periodismo canalla tendía a hacer eso desde los bares, los camareros eran un personaje habitual de las columnas, pero los peluqueros y las peluqueras son también observadores privilegiados de su calle.
P. Y confesores.
R. ¡Confesores que además tienen tijeras! Los camareros no tienen ese poder. Me parece que esos personajes urbanos tienen que estar presentes en los periódicos porque dicen mucho de quiénes somos y de cómo estamos cambiando.
P. Tu penúltimo libro, El fin del mundo tal y como lo conocemos, habla precisamente de los cambios. Allí haces un desglose de las cosas que están cambiando hasta parecer irreconocibles e innecesarias. ¿Qué se gana y qué se pierde con el gran cambio que la tecnología está forzando en las costumbres?
R. Recuerdo que, cuando estaba en la facultad, internet estaba en una sala de ordenadores; internet era un lugar al que se iba. Ahora internet está en todas partes: es nuestra vida laboral, nuestra vida sentimental, el banco, el billete de avión, nuestra biblioteca y nuestro cine. Han cambiado muchas cosas y está haciendo que muchas cosas desaparezcan. El fin del mundo me parecía una manera bonita de invitar a viajar al futuro, pero fijándonos en cuántas de las cosas que nos rodean desaparecerán, porque estamos viviendo el fin de muchas cosas. Igual que ha ido desapareciendo el teléfono fijo, por ejemplo, incluso las propias llamadas de teléfono son cada vez más extraordinarias. Fijarnos en lo que desaparece nos da una pista de qué es lo que va a venir, por dónde van las grandes tendencias, porque al final internet lo está cambiando todo. Y esto ayuda también a que la gente más mayor entienda por dónde va a ir el mundo conectado y mitiga su vértigo: cuando uno es consciente de a cuántas cosas se ha adaptado ya, le pierde el miedo a las que están por venir. Y también ayuda a la gente más joven -a los que no han vivido el mundo antes de Google- a entender mejor a sus padres y a sus abuelos.
P. Podría ser «El fin del mundo tal y como lo conocieron tus padres».
R. Claro, pero sin la condescendencia. Fíjate, lo que les parece ciencia ficción a los jóvenes cuando charlas sobre este tema en colegios, incluso en universidades, no son los coches autónomos, sino cómo era el mundo antes de internet. Y esa fascinación va siendo cada vez mayor a medida que se toma conciencia de este cambio, y tiene mucho que ver con que cada vez más series, más películas se enmarquen en los años 80-90. Porque cada vez hay más adultos a quienes el mundo anterior a internet resulta fascinante, a la vez que extraño.
P. Y también mucho nostálgico, que vivió su infancia en los 80 o 90, y tiene ganas de asomarse a esa época.
R. Yo soy muy crítica con esa nostalgia: ¿se echa de menos el mundo de cuando tenías veinte años, o se echa de menos tener 20 años? Lo que es cierto es que, desde un punto de vista narrativo, las historias que se pueden desarrollar en un entorno sin teléfonos móviles son mucho más interesantes. Si ves un capítulo de Friends, por hablar de una serie noventera que ha generado un fenómeno fan entre las nuevas generaciones, todos los equívocos dependen de que no haya smartphones. Se daba más la posibilidad de equívoco, que es algo muy teatral. Ahora hace falta un emoji para interpretar el tono del mensaje.
P. ¿Cuál sería el cambio que más sorprendería a la Marta que «iba» al cuarto de internet?
R. Lo que más me habría sorprendido es que me dijeran que yo iba a tener móvil. Yo era de la resistencia. Para el trabajo en “Sociología de la cultura de masas” quise analizar el fenómeno del móvil. Sería el año 98 o 99 y empezaban a abaratarse, era normal que un universitario tuviera un móvil en el bolsillo; con los primeros que lo tuvieron hubo muchas risas y el año siguiente lo tenían todos menos yo. Si mi madre quería hablar conmigo, tenía que llamar a los móviles de mis amigos. El hecho de estar controlada permanentemente me parecía una intromisión inaceptable. Y estoy hablando de teléfonos que no estaban conectados a internet, eran solo la llamada y los sms, que costaban un dinero que nos hacían economizar las letras. Cuando empecé a trabajar de periodista ya se hizo más difícil, aunque estuve mucho tiempo, hasta 2005 o 2006, utilizando el teléfono solo para trabajo.
«Es importante cuidar la paciencia y la concentración»
P. La tecnología nos ha dado mucho, ¿pero qué estamos perdiendo?
R. Estamos ganando mucho, pero es verdad que hay dos virtudes que deberíamos vigilar para que no se pierdan: estamos perdiendo la paciencia, por la sensación de que todo lo que queremos saber y tener podemos tenerlo de forma inmediata. Y la paciencia es importante en la gestión de las expectativas y también para evitar que nos comportemos todos como adolescentes impacientes. Es algo que las empresas están notando mucho, porque un consumidor impaciente es difícil de gestionar y de complacer; esto está cambiando muchos modelos de negocio. La impaciencia constante que nos provoca sentir que lo tenemos todo en el bolsillo, cualquier película, canción, amigo al que queramos localizar, es un problema. Lo otro que estamos perdiendo es la capacidad de concentración. La sensación de que se pueden hacer muchas cosas a la vez, hace más complicado hacer una sola cosa con toda la atención. Los adolescentes, por ejemplo, sacan los móviles de la habitación cuando tienen exámenes y los adultos deberíamos aprender de ellos para autoprotegernos. Tardamos en entender bien dónde están los peligros, pero es algo que ha pasado con muchas otras tecnologías: los coches no vinieron con cinturones de seguridad, ni las calles tenían pasos de cebra; tuvimos que inventar un código de circulación porque los coches eran una tecnología útil, pero que no estaba exenta de peligro.
P. ¿Crees que estamos en un mundo pre-regulación de las redes sociales?
R. Regulación y autorregulación. Creo que tiene más que ver con la autorregulación de decidir qué es de buena y qué es de mala educación, y no lo hemos tenido muy claro. Será más fácil cuando sean padres y madres quienes tuvieron redes sociales con quince años.
P. ¿Crees que la regulación de las redes se parecerá más a la regulación del tráfico que a la regulación del tabaco?
R. Las redes sociales están pensadas para generar dopamina en el cerebro. Es una sustancia que nos generan el chocolate y las apuestas cuando se gana. Por eso existe el riesgo de adicción. Detrás de las redes sociales y de muchas otras aplicaciones hay mucho talento destinado a hacernos permanecer cuántos más minutos mejor. Pero a diferencia de las cajetillas de tabaco, las aplicaciones no vienen con advertencias respecto a los riesgos que representan para la atención.
P. ¿Cómo influye la tecnología en el mercado afectivo?
R. El hecho mismo de que lo llames «mercado afectivo» explica que está visto desde el punto de vista del negocio que supone el amor. Antes se salía y se bebía para ligar, pero ahora la importancia de la imagen que se transmite online ha cambiado por completo el mercado de las citas. Cada vez es más la gente que tiene su primera cita con alguien de quien sabe dónde ha pasado las últimas cuatro Semanas Santas. Además suelen quedar de día, porque se sienten más seguros, y más en un restaurante que en un bar. Este es el cambio de perfil sociológico respecto a ligar en el siglo XX y ligar en el siglo XXI.
P. Ahora lo normal es que las parejas se conozcan a través de las redes. Hace 20 años no lo era e incluso daba vergüenza reconocerlo, pero la estadística se ha invertido completamente.
R. Sí, de hecho hay estadísticas que revelan que los matrimonios se conocían en la Universidad o en el trabajo, y ahora ese círculo se ha abierto mucho más. No estás destinado a conocer a alguien únicamente en tu lugar de estudio, lugar de trabajo o de tu vecindario. Ya ni siquiera son amigos de amigos. Se abren entornos que de otra manera no se hubieran abierto, pero creo que hay que reflexionar mucho sobre en qué manos estamos dejando esto, porque el llamado match de los perfiles que se juntan, nos lo están decidiendo algoritmos que no sabemos en base a qué se han programado. Uno puede pensar que estas Apps prometen buscar perfiles compatibles, ¿pero realmente lo hacen, o buscan perfiles que sigan siendo cliente de esa app permanentemente? El incentivo es que lo que encuentres te valga solo en el corto plazo, porque si no, se acaba el negocio. También hay muchos estudios sobre los sesgos machistas y clasistas. A los hombres, por ejemplo, se les tiende a ofrecer perfiles de mujeres que sean más bajitas que ellos y que ganen menos dinero. Se ha programado el algoritmo para el ego masculino del siglo XX. Creemos que las cosas se están dejando al azar y no es así. Hay que pedirle más transparencia a estas empresas, pero no es el único caso: podríamos hablar de cómo se decide a quién se le da un préstamo bancario, cómo hacen las empresas el filtrado de los currículos…
P. Es cierto que se puede pensar que los algoritmos son objetivos, cuando una decisión no es objetiva porque la tome una máquina, porque detrás hay alguien que está programándola.
R. Efectivamente, y que sean números no quiere decir que sean objetivos, porque con los libros de cuentas se inventaron los márgenes para poder escribir a un lado. Pero sobre todo no es «el algoritmo», como ente misterioso y maligno que toma decisiones sobre nosotros, sino la empresa que está detrás y que lo comercializa con una serie de intereses. Y, efectivamente, pensar que una decisión, porque la ha tomado una máquina es neutral, es erróneo, porque todo dependerá de con qué datos se haya alimentado esa máquina y para quién se haya programado. Creo que hay que repetir esto para ir perdiendo la inocencia; como pasa con las redes sociales, tenemos que ser conscientes de que los contenidos que nos muestran no son necesariamente ni los más veraces, ni los más interesantes, ni los que necesitamos saber. Son los que polarizan más y captan más la atención, que es para lo que están programados. Nos refuerzan en nuestros sesgos y nos dan la razón para hacernos sentir mejor y nos quedemos más ratito.
P. ¿Ha cambiado algo desde que escribiste tu primer libro, La generación precaria?
R. Hace mucho que no me asomo a La generación precaria, un libro que escribí con veinticinco años. Ese libro reflejaba el malestar de una España que teóricamente estaba viviendo un boom económico, porque se publica antes de que estalle la burbuja, cuando todavía en España se construían más viviendas que en Francia y en Alemania juntas y aquello parecía una buena idea. Y había ya un malestar en la juventud con respecto a la precariedad de las personas que habían dedicado muchos años de su vida a la formación y, sin embargo, el mercado laboral los expulsaba. Fue entonces cuando empezaron a serializarse los becarios y los puestos de trabajo precarios en gente de muy alta formación. En cambio trabajando en la construcción se podía ganar tres veces más que un médico. Esto sucedía también en otros países, pero en España era un problema mucho más agravado por lo cara que era la vivienda. Paradójicamente, se construían más viviendas que en ningún otro sitio de Europa, pero eran inaccesibles para la gente joven.
«Seguimos teniendo la tasa de paro juvenil más alta de la OCDE»
P. Y el estallido de la burbuja fue la guinda.
R. Cuando explotó la burbuja, el problema empeoró: la precariedad se extendió a todas las capas de la población, dañando especialmente a la gente sin formación, que era la que tenía acceso a trabajos bien remunerados. Se extendió el malestar y pasados veinte años, las soluciones no terminan de llegar: seguimos teniendo la tasa de paro juvenil más alta de la OCDE, la edad de emancipación más tardía… En veinte años esto no se ha arreglado, sino que ha empeorado. Fíjate, me sorprendió que algunos alumnos de veinte años que leyeron el libro para hacer un trabajo se vieran reflejados. Yo pensaba que les parecería algo marciano, porque el libro retrata la España pre-crisis y, sin embargo, se identificaban totalmente con los problemas que reflejaba. No lo veían un retrato ingenuo, sino verídico de su situación, lo cual me resultó descorazonador porque quiere decir que en 20 años no hemos sabido arreglar el problema.
P. O localizar la causa del problema, porque claramente no fue la crisis económica. ¿Qué estamos haciendo mal?
R. Es un problema complejo pero que tiene identificados varios puntos claros que nos diferencian de los países del entorno. El acceso a la vivienda en España está estructurado en torno a un mercado de propiedad que permite el acceso solo a aquellas familias que pueden echar una mano a sus hijos. Y si el acceso al mercado de la vivienda viene intermediado por la necesidad de que tengas unos padres que te puedan ayudar a empezar a pagarlo, eso expulsa del mercado a todo aquel que no tenga esa suerte. Y no tiene por qué ser así. Debería haber un parque de vivienda social en alquiler mucho más amplio. España es uno de los países con menos vivienda social disponible para la gente joven; hay que tener unas condiciones muy cercanas a la pobreza para poder acceder a una vivienda social, algo que no sucedía en los años 80, momento del boom de las VPO, pero después vinieron los pelotazos y aquello se estropeo. Por otra parte, otros países tienen un mercado laboral más flexible que permite que no haya tanta diferencia intergeneracional. Y en términos culturales, hay una falta de visibilidad que tienen la formación profesional y los oficios. Como país de nuevos ricos, de nueva clase media, se mitificó la universidad, creo que erróneamente, como única vía posible para la prosperidad.
P. ¿Se pensaba la universidad más como símbolo de estatus que como ascensor social?
R. Sí, pero al final ya no sirve como símbolo de estatus. Creo que los que entramos en la universidad en los años 90 fuimos los primeros en caernos del guindo. Para las generaciones anteriores, la universidad sí fue el trampolín social que sus familias esperaban.
«Hay una falta de adaptación entre lo que ofrecen los centros de formación y lo que demanda el mercado laboral»
P. En lugar de hablar de la generación más preparada de la Historia, ¿no sería más correcto hablar de la generación más titulada de la Historia?
R. El problema es de cualificación y de falta de adaptación entre lo que ofrecen los centros de formación y lo que demanda el mercado laboral. Pecamos de creer que la universidad era la solución a todos los problemas y mucha gente termina estudiando cosas que ni siquiera le apetecen y descubren tarde las vocaciones. En otros países está mejor visto acabar el Instituto y pasarte un año pensando qué quieres ser de mayor. Esto en España puede parecer una pérdida de tiempo inaceptable. Inevitablemente, que haya muchas más personas tituladas hace que el valor de tener ese título sea menor.
P. ¿Vivimos una hiper-inflación de títulos?
R. Claro, y luego llegaron los Masters y los viajes al extranjero para aprender idiomas.
P. Y volvemos sobre lo mismo: el acceso a esos privilegios es restringido. ¿Qué opinas sobre la meritocracia?
R. Es uno de los grandes temas de nuestro tiempo: para que funcione el sistema, para que funcione la cultura del esfuerzo, tiene que existir la percepción de que ese esfuerzo tiene recompensa. Sin duda el esfuerzo es fundamental, pero la sociedad tendría que ofrecer el ascensor social que este país tuvo y que ha ido desapareciendo. Hay muchos estudios que demuestran que la posibilidad de prosperar al margen de la posición de tu familia es cada vez más difícil en España. Y esto es un enorme problema, porque hace que la sociedad, las empresas y las familias pierdan la oportunidad de prosperar con el esfuerzo. No se puede recriminar a la gente que no se está esforzando lo suficiente, si el esfuerzo no se traduce en progreso. En España, el origen principal de la riqueza es la herencia y esto es un pobre estímulo para la meritocracia. En Occidente, a diferencia de lo que sucede en Asia, las personas creen que sus hijos vivirán peor que ellos. Eso tiene que ver con el momento de incertidumbre. Los seres humanos tenemos la capacidad de vivir en el futuro, de imaginarnos el futuro. Es algo que me fascina y por eso he escrito tanto sobre ello. La cultura nos permite proyectarnos.
P. Te gusta pensar el futuro, pero tu último libro lo dedicas precisamente a lo que no podemos anticipar. Además, me hizo gracia leerte que Lo imprevisible lo terminaste durante la pandemia, uno de los grandes acontecimientos del siglo que resultó ser absolutamente impredecible para todos los algoritmos que nos rodea.
R. Es peor aún: el libro tenía que salir a la venta en marzo de 2020 y se confinó con el libro ya impreso. Nunca hemos vivido un momento más imprevisible y de mayor incertidumbre que el de ese virus que de repente nos encerró a todos en casa, sin saber cuánto iba a durar, ni si nuestra vida estaba en peligro. Le añadí el capítulo de la incertidumbre en torno a la pandemia y salió totalmente actualizado. Cuando lo escribía en febrero, antes de la pandemia, pensaba «la gente no se va a creer que el mundo se está volviendo cada vez más imprevisible» y fíjate, nunca el mundo ha sido más imprevisible que ahora, en parte porque estamos perdiendo la costumbre de gestionar aquello que la tecnología no puede controlar; como cada vez controlamos más cosas, nos cuesta adaptarnos.
«El mundo nunca ha sido tan imprevisible »
P. Me recuerda a lo que sucedió en el siglo XIX con el telégrafo: aumentó radicalmente la conectividad entre determinados lugares, pero el resto quedaron todavía más aislados. Ahora los algoritmos nos dan una falsa sensación de control, que nos hace ignorar las zonas de sombra.
R. El mundo ha sido siempre imprevisible. Lo que no había pasado y esto nos hace, tal vez, amplificar la sensación de incertidumbre a niveles desconocidos, es conocer todo a tiempo real. No solo por las noticias, también en los grupos de Whatsapp de la familia. No estamos acostumbrados, y puede que eso esté amplificando la sensación de vértigo respecto a todo lo que pasa.
P. ¿Eres optimista respecto al futuro?
R. Estamos viviendo momentos muy complicados como para hacer futuribles, pero soy optimista en la medida en que está en nuestras manos. Soy optimista también por lo tecnológico; tenemos un potencial enorme de arreglar problemas que hasta ahora no habían tenido solución y la tecnología va a dar solución a muchos de ellos. En cambio soy más pesimista en lo político; que esto salga bien también va a depender de las decisiones que tomen las personas que están en los centros de poder, y en eso tengo más dudas.
P. Y para terminar, ¿a quién te gustaría que invitáramos?
R. Pues mira, creo que podríais charlar largo y tendido sobre estas cosas, pero aplicadas a la vida real, con María Álvarez, una empresaria que está poniendo en práctica, por ejemplo, algo tan innovador y tan nuevo en España como la jornada de cuatro días. Además, está dando trabajo en el sector hostelero a gente joven y apostando por que los trabajos sean dignos y permitan la conciliación. Me parece muy interesante un perfil como el suyo.
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